miércoles, 6 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (5)

Matilde estaba en ese tiempo en que la mujer deja de serlo, en el sentido que le puede dar la fecundidad de su ser, a decir de las gentes.
Eran tiempos en que en sitios como el que ellos habitaban se regían por formas y maneras arcanas.
Sus sofocos y cambios hacían pensar que se les escapaba la última oportunidad.
Su relación tenía el equilibrio de la pasión y el cariño.
Ella era para él alguien especial.
Admiraba su inteligencia y se sentía acogido en las curvas de su cuerpo. La respetaba y la deseaba.
Cuando, en la intimidad, ella le permitía entrar, el roce de su cuerpo, al descuido, jugaba en piruetas y se dejaba llevar.
La rondaba, aún cuando sabía que ella estaría dispuesta.
El fuego se mantenía en el distanciamiento y la proximidad.
Bastaba mirarse en sus ojos para saber que podría yacer a su lado.
Cada uno tenía sus propios aposentos, pero ese encuentro siempre tenía su momento.
Largas temporadas fuera de casa, le mantenían en el deseo del reencuentro.
Esa mujer cubría todas sus expectativas de felicidad.
El deseo de maternidad que ella albergaba no era prioridad, ya que con sus dos hijos lo tenía saturado.
Le hubiera gustado que el vientre de Matilde cobijara la semilla que él con la pasión encendida en ella depositaba.
No se iba a engañar.
Quería un nuevo ser que se fundiera en su amor para la posteridad.
Sabía que Sara veía con buenos ojos lo que ellos vivían.
Ese amor no sufría menoscabo con el que Matilde y él celebraban.
Dos tiempos para una vida no eran desdeñables.
Su mundo interior recorría los bucles de un pasado que segó la enfermedad.
Recordarla dejaba de ser doloroso.
Su pequeña, Susana, se estaba convirtiendo en la viva imagen de la mujer que él había elegido desde el fondo de su alma.
El trato que recibía de Matilde era algo que él valoraba mucho.
Nunca hubiera imaginado que Susi se hubiera sentido identificada con su segunda madre, su madrastra.
Recordaba como se había colgado de los brazos de Matilde el día que ésta llegó a la casa.
Eso desconcertó a Jacinta, acostumbrada a tener a la niña pegada a sus faldas.

Matilde respondía a su mirada abrazándole generosa, sin reparos. Sin parar cuenta en las apariencias que obligaban al disimulo ante los demás.
Antes de él no había conocido varón.
Fue él quien despertó aquello desconocido nacido de su interior.
Le movió la ternura.
Leyó en sus ojos lo que nunca en otra mirada encontró.

No es que fuera una mujer pasada en años.
Su trabajo docente había empezado siendo muy joven.
Desde niña había deseado hacerlo.
Jugaba simulando que impartía clases, emulando los modelos de institutrices sacadas de lecturas románticas.
Ella había fijado su atención en esos detalles.
Sentía que le haría feliz tomar parte en el crecimiento intelectual de sus pupilos.
Así había sido.
Parecía que nada le faltaba.
Lo que hacía le gratificaba.
El éxito de sus alumnos era el suyo.

Hija menor de una extensa familia. Eso había sido una ventaja.
No se había visto forzada a asumir compromisos no deseados.
Sus hermanas mayores cargaron con ellos.

Procedía de un pueblo costero, pero eso no impedía que amara las tierras áridas del interior.
Donde el azul del mar se juntaba con la línea del horizonte, ella encontraba la de los campos que se extendían a lo lejos besando el cielo.
Ese paisaje complacía su espíritu.
En su entorno familiar no había vivido sometida a normas rígidas de moral o religión.
Tuvo que aprender, en el contacto con los lugareños, a callar y aceptar.
Al principio, las fuerzas vivas del lugar la miraban con cierto desdén.
Hubieran preferido que ese destino fuera detentado por un hombre.
Tuvo que demostrar su valía.
No sólo eso.
Su peinado y vestimenta era otro tema.
Una mujer que llevara pantalones era algo así como anatema.
Las tierras del interior estaban cerradas al mundo moderno.
Con el tiempo dejó de ser la atracción de ellos y ganó su confianza.
Se valoró su trabajo por encima de esas apariencias.

No es que Matilde careciera de coquetería, o desdeñara los ropajes femeninos que se solían llevar.
Daba clases a muchachos imberbes.
Su atuendo era cómodo y práctico.
Hubiera tenido que optar por el traje chaqueta azul marino tipo sastre, con falda y blusa blanca.
No le gustaba estar encorsetada en él.
Ser la maestra del pueblo la situaba a cierta distancia de las otras mujeres.
Con el tiempo dejó de ser visible esa pose.

Antes de empezar a ejercer, había hecho un viaje con una tía soltera que vivía independiente en una ciudad extranjera.
Con ella había ampliado horizontes.

Para Julián ella era la cruz de una moneda en que la cara ya no estaba.
No tenía nada que la hiciera comparable con Sara.
Si una era rubia, la otra morena.
Sara había sido de formas suaves y piel clara, Matilde era morena y robusta, de curvas mal disimuladas en esos trajes de chaqueta y pantalón.
Lo distinto había atraído su atención y despertado en su interior el durmiente deseo, hasta el punto de romper su sueño.

A él le costó reconocer esos signos.
Llevaba la viudedad sin altibajos.
Había alimentado la ausencia de Sara con espiritualidad, rememorándola.

Cuando pudo decirse qué ocurría, quiso saber encarándolo y hablando con ella.
Empezó a aproximarse sistemáticamente, buscando la ocasión de estar a solas y plantearle lo que le sucedía.
En sus ojos oscuros encontró la respuesta.
Fue un arrebato. No hubo palabras.
Cayó uno en brazos del otro.
La amaba.
Recuperó los colores y la dimensión de lo que le rodeaba. El mundo creció a su alrededor porque su interior se iluminó.
Festejaron pocos días.
La quería y deseaba, pero no quiso exponerla al qué dirán.
Ella era distinta.
Eso había abierto algo dentro de él.
Es posible que el fuego aminore con la convivencia, pero ese no fue su caso.
Ni ella estaba a su alcance en toda su dimensión, ni él era del todo previsible.
El misterio entre ellos alimentó su amor.

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