martes, 28 de septiembre de 2010

CABE ESPERAR (2)

Julián se había casado con Sara, la menor de la familia Pascualón.
Había sido un matrimonio previsto desde chicos.
Cuando la tenía cerca, le tiraba de una de las cintas que adornaban sus trenzas, y escapaba corriendo.
Había llegado a hacer una buena colección con ellas.
Todavía las conservaba.
Las había verdes y rojas, pero las más azules, como el color de los ojos de su amada.
Con insolación, cuando las volvía a tener en sus manos, recordaba la chispa de sus ojos cuando se miraban en ese juego de antaño.

La pequeña Susi era su vivo retrato.

La había amado siempre.
No tenía recuerdos sin ella.

Era un chaval cuando la vio entre encajes atendida por la niñera.
Entonces se acercaba y la contemplaba.
Sus hermanos mayores, se iban de su lado lanzándole puyas y risitas quisquillosas.
Crecieron y su cariño se hizo mayor.
Le llevaba unos cuantos años, pero eso no fue impedimento para que los padres consintieran.
Eran familias bien avenidas.
Viendo con buenos ojos esa afinidad, bendijeron su unión.
Era amigo de uno de los hermanos de sus hermanos.
Los padres, como buenos vecinos, mantenían una amistad de las que no ponen pegas ni reservas.
Ella era muy joven, dieciocho años, cuando se celebró la boda. El veinticuatro.
En esos tiempos no era extraño que una mujer joven pasara a ese estado.
La soltería era inhabitual.
Las diferencias de edad, solían darse a menudo. Muchos hombres viudos elegían a las segundas esposas entre las mozas casaderas.
Lo de Sara y Julián estaba cantado.
Todos sabían que eran el uno para el otro.
Un ángel y un apuesto muchacho.
Tuvieron doce años de felicidad.
Ignacio nació a los tres años.
La gente murmuraba por la tardanza.
Él sabía que recorrieron el romance gustando el uno del otro.
Habían sido almas gemelas.
Cuando nació Susana, Sara no se sobrepuso.
Nunca volvió a tener la vitalidad en su rostro.
Murió a los cuatro meses del parto.
Hubo que buscar un pecho que amamantara a la pequeña.
Jacinta ofreció los servicios de una sobrina que había perdido la criatura.
Ella llevaba la casa.
Sara nunca había sido capaz de hacerse con el mando, pero tampoco fue necesario.
La criada estaba en la casa desde que Julián naciera.
Él era su niño.
Ella le había alimentado con su pecho.
Había entregado su vida a esa casa. Los sentía parte de ella.
Ellos también.
En su caso, el hijo perdido había pasado a otras manos.
Era soltera.
Había sido tomada a la fuerza. Eso se comentaba entre la gente.
No desmentía ni acusaba.
La criatura que había traído al mundo fue entregada a un matrimonio que había marchado a la ciudad.
El niño volvía con ellos en los calores del verano, pero ella nunca pareció tener nada que ver con él.
Llegó a ser amigo de Julián.
Eso pareció ser indiferente para ella.
Ella había sido una moza de buen ver, lo que se daba en decir una mujer flamenca, entrada en carnes, robusta y morena.
De muy buen ver.
No aceptaba galanteos, ni tenía apegos.
Cuando tuvo en sus brazos a Julián, se entregó a él en cuerpo y alma.
A él y a todos los que bien le querían.
Ricardo, el niño que naciera de su vientre, le era ajeno.
Se sentía llena.
Ese niño que ella alimentaba, y tomaba en sus manitas su amplio pecho, le robaba el alma.
Por extensión, amó a Sara y su prole.
Cuando Julián le dijo que se volvía a casar, ella alegró su semblante y se ilusionó pensando en ese futuro enjambre de criaturas, pero cuando supo quien era ella torció el gesto.
Una solterona no entraba en sus planes.
_ Doña Matilde, la nueva ama._ pensaba sin acabar de creérselo.
_ ¡Ay, mis niños!_ suspiraba entre dientes, mientras vestía a Nacho al día siguiente.

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lunes, 27 de septiembre de 2010

CABE ESPERAR (1)

Con los dedos manchados de tinta, repasaba el trazo caligrafiado de esa palabra.
El secante absorbía la humedad del texto mientras Nacho, cabizbajo, esperaba el beneplácito de Doña Matilde, la maestra.
Ella iba dictando pausadamente, una a una, las palabras que a él le sangraban el alma.
Sus pantaloncitos cortos, recosidos y apedazados, dejaban al descubierto unas piernas blanquecinas, que quedaban heladas bajo el pupitre, no tanto por el frío ambiente que hacía, sino por el temor al borrón, inevitable, en esa tarea escolar magnificada.
Si se descuidaba, su obra quedaría nula, y debería repetirla bajo el ceño fruncido de su maestra.

Matilde era una mujer severa cargada de responsabilidades.
Todos sus logros estaban en las manos de esas pueriles criaturas.
Sumar y restar.
Multiplicar y dividir.
El reparto proporcional.
Las provincias.
Las capitales.
Los ríos.
Las montañas y cordilleras.
La Historia de …
Clases que, después de la merienda, impartía a los elegidos para el Bachillerato.

Sus clases gozaban de buena reputación.
Médicos y abogados del Estado, eran algunos de los que pasaran por sus manos.

Nacho temblaba en el momento que ella, con la mano extendida, reclamaba su tarea sin mediar palabra. El gesto bastaba.

_ ¡A repetirla!

Cabizbajo, mojaba el plumín en el tintero ajustado al hueco del pupitre para tal fin.
En ese momento, su madera renovaba el sedoso olor acumulado del sudor de otras manos.

Una lágrima seca bajaba al descuido, y sin atención, por el rostro contraído.
Los otros marchaban a sus casas.
Quedaba repitiendo los trazos de esas letras endemoniadas.

Hubiera sido suficiente, pero ella quería la perfección.
No quería perder el prestigio ganada a pulso en los pocos años de profesión educativa.

Él besaba su mano, cuando por fin la tarea repetida fue aceptada.

_ Para mañana…
_ Ya lo he apuntado, señorita Matilde. _ contestaba sin precipitación mientras bajaba la mirada sin afrontar la de ella.

El abrigo gris de paño seco y áspero le esperaba colgado en uno de los clavos de hierro oxidado, destinado a servir de percha.

El suelo del patio, negro y embarrado, se abría paso a sus lentas e inseguras pisadas.

El trayecto a su casa, entre empalizadas, en la oscuridad de la tarde cerrada, le asustaba.

Ella pasó de largo entre las sombras.

Nacho esperó al abrigo de las sombras del recodo que le ocultaba, temeroso de que le viera.

El rigor con que Matilde trataba a sus alumnos, hacía de ellos temerosos a su persona.

Se había ocultado para evitarla, pero eso hizo que fuera testigo del encuentro de su padre con ella.
Confundió ese gesto.
No podía ser.
Su padre la tomó de la cintura y se alejaron por lo más oscuro, a la luz de la luna, por el camino que llevaba al Molino Viejo.
Nacho tembló y pensó en lo que ella le diría al respecto de sus errores y carencias. Estaba seguro de que daría cuenta de que sus tareas escolares dejaban mucho que desear.
Temió que su padre, en la noche, cuando llegara a la casa, le tomara del brazo y azotara con el cinto.
Tembló y corrió despavorido, sin parar cuenta en las pisadas enlodas que salpicaban su tosco abrigo.

_ ¿Qué te pasa?_ le dijo Jacinta, la criada, al verlo llegar demudado y embarrado, con gesto de espanto.
_ Nada._ respondió en un hilo de voz inaudible.
_ Anda. Pasa.
_ ¿Cómo vienes tan tarde?
_ El chocolate ya debe estar frío.
Ella puso ante él, en la mesa redonda del patio, una taza grande a rebosar, y unos churros correosos.
_ Si hubieras llegado antes, pero no…
_ ¿Por dónde has estado?
_ ¿Dónde te has metido?
_ ¡Traes los zapatos llenos de barro! ¡Y el abrigo manchado!

Había descuidado los pasos dados, desde el momento en que tuvo ante sí ese encuentro que difícilmente podía interpretar.

Susi, su hermanita, se sentó a su lado, apoyando la barbilla sobre las puntas de los deditos de sus dos manos.
_ Teno medo.
_ No tabas.
_ Naito.
Decía gimoteando quedo.
Él a penas reparaba en ella.

_ ¡Primero vienes a las tantas! _ decía la criada, frunciendo el ceño _Y ahora ni lo pruebas.
_ ¡Puede saberse qué te pasa!
_ Tu madre, queenPazdescanse, te mira desde el Cielo.
_ Anda. Se bueno._ rectificó cariñosa, acariciando su ralo pelo negro.

Antes de entrar en el patio, Nacho se había sacado del bolsillo una boina gris de paño similar al del abrigo, pero más descolorida.
Había olvidado calársela en la cabeza al salir de clase.
Con disimulo, había colgado ésta, el abrigo y la cartera de cuero viejo, oscurecido y raído, en el clavo de madera de boj, destinado para que él colgara sus cosas en la entrada de la casa, en el hueco que quedaba a la derecha, bajo la escalera que conducía a las habitaciones de los tres pisos de la casa.
A la izquierda, un espacio diáfano permitía que los niños pudieran pasar en él la mayor parte del día. En él podía verse, tras la mesa y las sillas, un columpio hecho con cuerdas gruesas y asiento de madera, colgado de la viga principal.

_ ¿Has visto a tu padre?
_ ¡No!_ respondió en un quejido.
_ Deberías haberte cruzado con él.
_ Ha salido para el monte hace poco rato, y lo ha hecho por el camino de la escuela.
_ De allí venías, ¿no?
_ Es muy severa tu maestra._ Dijo Jacinta, hablando para sí.
_ ¡Con lo listo que es mi niño!
_ ¡Saldrá veterinario o médico!
_ Tu padre está muy satisfecho del progreso de tus estudios.
_ El otro día le vi hablando con Doña Matilde. Seguro que de ti.
_ Julián sonreía con satisfacción._ añadía auto complacida.

Nacho no podía contener el agobio que le producían los comentarios de Jacinta, y marchó del patio, escaleras arriba, dejando caer la silla en el impulso.

_ ¿A dónde vas?

Se encerró en su cuarto temblando.

_ Anda, Susi, llévale la cartera, que seguro tiene trabajo.

La niña subió arrastrándola y se acercó a la puerta entreabierta de la habitación de su hermano, sentándose en el suelo a la espera de que él se asomara.

_ ¡Naito!
Le llamaba.
_ ¿Naito, tees beberes?
_ Inta di e taajes muto.

Al oír a su hermanito, Nacho se recompuso y salió a recoger sus cosas, acariciando los rubios bucles ensortijados de Susi, revolviéndoselos.

_ Gracias, princesita.
Al rato, se oyó el portón.
Tembló.
Su padre no daba voces, ni le requería.
Al contrario, canturreaba y parecía contento.

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CABE ESPERAR

Novelación que va de antes de la Guerra Civil española a tiempos venideros.

En Julio de 2010, estando en la casa de mis padres, un médico iluminó la idea.
Él se entretuvo en su visita, acompañándonos.
Mis padres tienen suerte con él.
No es habitual que tu médico de cabecera se paré un rato a hablar contigo.
Más aún, si viene de una mañana de atender visitas sin parar.

Le comenté que tenía una escritura clara, algo extraño para un médico.
Es sabido el dicho que hace referencia a la ilegibilidad de lo que escriben los galenos.

Él me regaló la llave que abrió un relato que pasó a mayores.

Fue al día siguiente.
Las musas se confabularon regalándome la inquietud que todavía me acompaña.

Mi primer texto fue compartido por mis padres.
Se lo leí.

La continuación, conforme se iba articulando, era transmitida en explicación.

Leerles no se propiciaba.
Ellos tenían ganas de explicar su memoria de aquellos tiempos.

Pasé a tomar notas de lo que me contaban.

Lo que aportaron no ha sido material para la novelación, pero allí queda.

Pensé en quedarme con el texto en papel hasta que concluyera.

Sin embargo, en mi actividad comunicativa por estos medios, he dado en abrir la veta de comunicación con un personaje, Susana Cifuentes.
Para ello, le abrí correo y perfil en FB.
Eso llevó a trasladar lo escrito en su muro a un blog, ME GUSTA QUE ME LEAN.

Lo último que salió del personaje es de hace casi una semana, el 22 de Septiembre fluyó su palabra.

Ayer recogí sus textos y los registre en mi cuenta de Safecretive.
También los llevé a la de Issuu.
Últimamente, registro los blogs bajo licencia Creative Commons.