miércoles, 13 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (12)

En su imaginación, él había pasado su mano acariciando su pelo.
Ella se había girado con gesto de entrega inequívoca.
Ambos vivieron ese mágico momento.
Contuvieron el impulso.
Ella se incorporó bruscamente, y huyendo de la situación salió diciendo que tenía un té que había dejado hacía tiempo en el microondas.
Excusa que no le valía, sobre la mesa se veía la taza vacía de la bebida ingerida.
Advirtió el engaño y fue tras ella siguiendo un impulso ancestral que no deja a la mente mediar.
Sino porque apareció Jacinta, encendiendo luces y cerrando ventanas, hubiera sido inevitable amarse.

Recordaba lo cerca que había estado de caer en sus brazos, y pensaba que posiblemente la presencia de Jacinta no había sido casual.
Quizás ella había visto más de lo que ellos mismos sabían de sus gestos y deseos.
Se percataba de la fortuna de haber contado con ella en esa ocasión, y en otras que la memoria le ofrecía.
Era tarde, las últimas palabras de Jacinta le daban zozobra.

Entró Ignacio tras ella, y en esa ocasión nada impidió el abrazo.
Ella se entregó.

Habían perdido mucho tiempo.
Él era un hombre que pasaba de los cincuenta y ella iba camino de los setenta.
Sin embargo se acortaron distancias.
No se alejarían nunca más.

Con la muerte de Jacinta se cerraba un ciclo de sus propias vidas.

Ellos vivirían sin importarles el mundo.
Se tendrían el uno al otro.
Se habían querido tanto que ahora costaba esperar.

Matilde sintió que el roce de sus dedos le hacía temblar.
Él repasaba las líneas de su rostro.
_ ¡Estoy vieja!_ protestó ella.
_ ¡Qué va!_ le decía mientras le robaba un beso, otro, y otro más.
_ Siempre serás lo que yo veo de ti.
_ Te he amado desde niño.
_ ¿Imagina cómo te veo?
_ Si no hubiera sido un niño, nada se hubiera puesto por delante.
_ Siempre supe que éramos almas gemelas. ¡Madre!
Ella se quería retirar, replicándole sobre lo inadecuado de su conducta.
_ ¿Qué dirán?_ decía mientras él la desvestía con cuidado, acallando sus quejas con besos y caricias.
_ ¿A quien le importa?
_ ¿Crees que el mundo está pendiente de nosotros?_ añadía mientras posaba sus manos en su cintura, acompañándola al lecho en que se fundirían, en un gesto similar al que vio, años atrás, hacer su padre, cuando los vio dirigirse al molino viejo.
Todo aquello ya no le martirizaba.
Era él quien se enredaba entre sus piernas y brazos.
Ella respondía a su envite olvidándose de sí misma.
_ No te dejaré nunca._ le decía.
_ Estaré siempre contigo.
_ ¡Siempre!

El silencio siguió a un gemido inaudible, emitido al unísono por ambos.
Se encontraron en la esencia del ser.
Tanto amor no les cabía en el cuerpo.
La risa siguió al llanto.
Lágrimas de placer bañaban sus rostros sudorosos.
Quedaron abrazados contándose lo mucho que se habían querido.

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