viernes, 15 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (14)

Ricardo, el hijo de Jacinta, había sido adoptado por la familia Sampe.
Cuando pasó de cuentas, su madre la llevó a la casa de los Sampe a parir.
Así había sido pactado.
Al negarse a decir quien era el padre, la familia decidió que lo tendría, pero no se quedarían con la criatura.
El hambre azotaba tras la guerra y no había recursos para hacerse cargo de una boca más.
Aunque no era reconocido, muchos embarazos no deseados se interrumpían por medio de brebajes e intervenciones nada higiénicas.
Una vez, una muchacha se había desangrado hurgando con un junco.
Llegaron a tiempo para salvarla, pero la criatura se había perdido.
Ella lo negaba, pero era a ojos vista evidente.
La mujer pagaba el precio mayor con el riesgo de su honra y de su vida.
Se la juzgaba con tal severidad que, si era agredida, callaba por evitar sospechas.
Bastaba que un hombre deseara para que tomara.

Se le ofreció que quedara en la casa mientras durara el tiempo de crianza de la criatura.
Qué mejor amantar que el que ella le pudiera dar.
Se negó diciendo que si le obligaban a quedarse con su hijo, se iría al monte para que ser pasto de lobos.

La familia Cifuentes estaba al caso y le ofrecieron su casa a cambio de que se hiciera cargo del pequeño Julián y se hiciera cargo de las tareas domésticas.
Ellos tenían el reconocimiento social de los que son respetados, no sólo por lo que tienen, sino también por lo que valen.
Habían sorteado un mundo de engaños y traiciones, siendo justos y solidarios con todos aquellos que llamaban a su puerta cuando la hambruna se impuso tras la guerra.
Sus ingresos no dependían de cosechas, ni ganado.
Eran tratantes. Intermediarios.
Sus ganancias convertidas en bienes que habían sabido proteger, joyas y oro, no habían sufrido merma cuando la moneda dejó de tener valor.
La madre de Julián había cosido en los dobladillos de faldones y abrigos esos tesoros, y había rezado para no levantar sospecha.
En su casa siempre había una hogaza de pan y un plato de caldo caliente para quien llamara a la puerta.
Si hubo sospecha, callaron.
Nunca se supo que habían protegido a un perdedor.
Si no fue así, todo el mundo calló.
Ignacio Cifuentes, el bisabuelo de Nacho, había sido secretario.
Sus oficios habían sido repartir y dar a cada uno lo que le correspondía.
Si alguien salía perdiendo, el le abría los brazos y ofrecía su hombro.
Muchos marcharon a Francia.
El trabajo en el campo les hacía útiles para oficios que en poco tiempo aprendían.
Pocos sabían de letras.
Él, sin cobrar estipendios, les preparaba papeles y además añadía unas monedas.
Las familias que quedaban atrás, siempre recibían su cobijo.
Aquí faltaba un zagal, allá lo podían colocar.
La palabra era contrato.
El la daba y ellos sabían que con ello bastaba.
La amistad entre los Cifuentes y los Sampe venía de lejos.
Eran de la clase bien estante del lugar, pero no levantaban envidias ni rencores.
Se podía contar con ellos.
Familias que solidificaban sus ramas y lazos de vecindad.
En los tiempos de antes de la guerra, en sus casas, siempre había una escudilla en la mesa para el huésped que a última hora se pudiera agregar. Fuera señor o mendigo.
Los favores se correspondían con favores.
En el tiempo de la siega, en la hacienda de los Sampe, los aparceros eran tratados como iguales.
Una casa de seis pares de mulas. Se decía.
Aquellos tiempos no volverían.

Un hermano cura, que iba para obispo, había dejado la parroquia hacía siete meses.
Se llamaba Ricardo. Esa fue la razón por la que se bautizo al niño con ese nombre.
El parto todo fue fácil. En lo que cabe.
Jacinta se repuso en pocos días. Reposó y se recuperó en la casa de los Cifuentes.
El niño que pasó a sus brazos fue Julián.
La madre, Palmira, había tenido un embarazo difícil.
Le tocó pasar los nueve meses en reposo.
Todo lo que ingería le enfermaba.
Se hicieron cruces al ver el hermoso bebé que trajo el mundo.
Nadie lo hubiera dicho.
Ella quedó mermada y débil.
Sus pechos secos no alimentaban.
El niño lloraba noche y día.
Cuando Jacinta lo acercó a los suyos, ella vibró en alegría y él gozo del primer alimento completo.
Se pasó tres años amarrado a sus pechos.
En ese tiempo ella se hizo imprescindible en la casa.

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