domingo, 7 de octubre de 2012

CABE ESPERAR (Continuando con la novela)


Carlos empezó a ver a Nicole desde otra perspectiva, y eso hizo renacer el amor que estaba en ellos.
En aquella situación, la tercera persona se alejó, porque notó que su relación no era duradera. Había llegado a él en un momento en que ella sentía el nido vacío. Sus hijos se habían hecho mayores y ya no estaban en casa. Su esposo viajaba  y permanecía largas temporadas fuera.
El encuentro con Carlos le había hecho creer que podía volver a empezar, pero al poco tiempo pudo ver que era algo pasajero.
Cuando le decía que quería dejar a su marido, él siempre le ponía peros, y le proponía esperar.
Conocía a Nicole, y estuvo tentada de hablar con ella, pero, poniéndose en su lugar, valoró que a ella le hubiera sido muy violento, si la amante de su esposo se le hubiera acercado para decirle algo que esperaba fuera su marido quien se lo explicara.
Con esa idea, le había dicho a Carlos que debía hablar con su mujer, pero éste le había respondido que quería dejar la relación durante un tiempo porque necesitaba pensar.
Eso, para ella, fue definitivo.
−Si necesitas pensar, no estamos en la misma onda.− le había dicho.
−Mira, no soy una niña, ni fantaseo con el amor verdadero. Si no funciona lo nuestro, mejor lo dejamos. No me quiero quedar a dos aguas.

Tras un tiempo de alejamiento, volvieron a normalizar su relación de amistad. Sin rencores no dobleces.
Carmen, que así se llamaba, se separó de su marido y descubrió que en Carlos tenía un buen amigo.
Se alegró de no haber hecho tonterías y, sobre todo, de no haber hablado con Nicole sobre el asunto.
Valorándola y respetando ese silencio. Por ella no lo sabría nunca.

Carlos admiraba a Carmen. Ella le llevaba unos años, pero no lo parecía. Era una mujer activa y positiva.
Lo que no sabía era que aparecía así a sus ojos, porque ella sentía algo especial por él. Era de esas mujeres que se crecen cuando el amor anida en su pecho. Cuando eso sucede, sacan sus colores y el brillo de su semblante se ilumina.
Nicole era muy independiente, y eso dejaba la puerta abierta.
Carmen desplegó sus alas sobre él, y él cayó subyugado bajo sus encantos.
Si Jacinta no hubiera intervenido, posiblemente las cosas hubieran tomado otro rumbo, pero fue así.
A lo largo del camino vital, tomas o dejas.
La amistad que después quedó entre Carmen y Carlos siempre fue algo especial. Entre ellos hubo esa complicidad propia de ex amantes que se aprecian y valoran.
Carmen pudo ver que su ciclo vital tomaba otro rumbo. Pocos días después de tomar la decisión de no mantener su romance con Carlos, se plantó frente a su esposo y le propuso una separación amistosa. Él tardó en digerirlo, pero aceptó.
Vivir bajo un mismo techo no era conflictivo. Podrían intentarlo. Se conocían y respetaban, y también tenían mucho en común.
Hablarían con sus hijos e intentarían mantener una convivencia de no intrusismo.
Eso funcionó bien durante un tiempo, pero cuando entraron en sus vidas otras relaciones, vieron mejor tener cada uno su propio domicilio.
Carmen encontró nuevas amistades, y tuvo relaciones diversas, pero no se volvió a emparejar. Encontró entornos de personas solas que organizaban encuentros, vacaciones y excursiones. Su ex, como así lo denominaba ella, rehízo su vida con otra persona, y tuvo dos hijos más. Un chico y una chica, que ella trataría como familia, ya que eran hermanos de sus propios hijos. Para ellos sería la tía Carmen.
Las reuniones familiares juntaban a todos. Era feliz. Siempre agradeció que Jacinta hubiera hablado con Carlos. En realidad, ella estaba sacando el pie de un tipo de vida ya caducada. Había descubierto otras formas de vivir. Su crecimiento personal había tomado su rumbo.

Carlos necesitaba hablar con Nicole. Lo que se calla, crece dentro y enmudece.
Necesitaba encontrar los ánimos para abordarlo con ella.
Cuando le parecía que podía hacerlo, algo o alguien se interponían, requiriendo de su atención, haciéndole posponer ese momento.
Cuanta falta le hacía Jacinta. Ella le hubiera ayudado.
Los negocios requerían de su atención. Las niñas se hicieron mayores. Eran otros tiempos.
La menor, Sofía, tenía dieciséis, y también quería independizarse. A su tía Susana la había puesto en un pedestal, y quería emularla en ese vivir la vida de aventura, como ella suponía.
Sus dos hermanas ocupaban un piso, y ella tenía en él una habitación.
Iba y venía de la casa paterna.
Unas veces dormía en un sitio, y otras en otro. Según le rotaba.
La tecnología posibilitaba la localización de las personas. Si se quedaba en uno u otro sitio, siempre podían localizarla, y saber si estaba allí, siempre que ella lo permitiera.
Muchas veces, iba a la casa de sus hermanas con sus amigas. Ellas no se inmiscuían ni le pedían que se las presentara, cosa que en casa de sus padres hubiera sido inevitable.

martes, 26 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (16)

Nicole llegó con la cafetera humeando. Todos fueron sirviéndose.
_ ¿Te ayudo?_ dijo Carlos, acercándose a su mujer.
_ Descansa un rato._ añadió.

Ella había asumido el control de la situación. Parecía ser la persona más dispuesta y menos implicada emocionalmente. Sin embargo, sintió el vacío y dolor que allí compartían, y cuando él le sugirió que descansará, sobre ella pareció caer una gran losa, aplanándola contra el suelo. La yaya Jacinta, así la llamaban sus tres hijas, había sido el nexo de unión de la familia Cifuentes.

Recordó como tiempo atrás, había hecho por ella más de lo que cabía esperar. Carlos se enredó con una mujer, y ella pensó en marchar. Fue Jacinta la que le habló de frente. La que hizo que se manifestara. Le había dicho que pensara sobre lo que valía la pena y lo que no. De aquella crisis matrimonial su relación se había fortalecido.
Lo de Carlos había sido un asunto difícil de calificar.

Esperó sin reproches. Siguió manteniendo el calor del hogar, con él ausente. Aunque supo por terceras personas del asunto, no lo encaró, ni le pidió explicaciones.
Le dolió, pero no por ello claudicó.

Un buen día, él volvió a ella.
Esa noche lloró, cuando hicieron el amor. Pensando que con ello le decía adiós, pero guardo su secreto. Temió que fuera el canto del cisne. Había sabido esperar largas noches y largos días. Las noches fueron más duras. No conciliaba el sueño y las carnes se le abrían.
Algo nuevo despertó en él. Volvía a ella redescubriendo su cuerpo y sintiéndola parte de si mismo. Como si de uno de sus órganos se tratara. Constataba que no estar con ella mutilaba su alma.

Jacinta había mediado. Hablado con él. Le había planteado la misma cuestión. Le había dicho que pensara en lo que dejaba y en lo que tomaba. Que hiciera el balance y pensara si estaba dispuesto a que Nicole estuviera con otro hombre. Él negó. Contestó a sus insinuaciones diciendo que no soportaría: que otros besos la besaran, que otras manos la acariciaran, que otro la amara. No que fuera ella quien amara, sino que otro estuviera en su lugar.
A eso, Jacinta, le había dejado solo con sus palabras y pensamientos.
Tan seguro se sentía de ella que no había pensado en esa posibilidad.
_ Cuando el nido queda vacío, otro puede anidar._ le había dicho.

En ningún momento se habló de las niñas. Eran mayores y vivían su propia vida. Estaban estudiando y compartían piso las tres.
Katrina quería ser piloto de vuelo, Lucía veterinaria y Sofía andaba tras los pasos de su tía Susana.


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miércoles, 20 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (15)

Siendo la más joven del servicio, era la más eficiente.
Se ganó el aprecio de todos.
Olvidó su casa y su origen.
Sus parientes la saludaban cuando se encontraban con ella, y murmuraban a sus espaldas.
_ A ésta le dejaron preñada.
Nadie pudo hacer cábalas de quien fuera el que la ultrajara.
Había sido una muchacha pobre, pero honrada.

Se sabía que era de las que limpiaban la sacristía y hacía recados a la casera del cura, que en aquel tiempo vivía en la casa familiar. Los Sampe.
Antes de la felonía sufrida había sido alegre y laboriosa.
Aunque era de complexión débil, y su apariencia parecía no permitirle hacer tareas pesadas, ella hacía frente a lo que se le proponía.
Contaban con ella para mondonguear.
Se la llamaba para que ayudara a las otras mujeres en las cocinas, en tiempos de siega.
En invierno desgranaba panizo y amasaba allí donde la llamaran.
De sus trabajos, el único pago que recibía era una hogaza de pan, y a Díos gracias, que llevaba a su casa.

La vida de Jacinta con los Cifuentes era la envidia de todos.
_ Si que picha alto, esa._ decían algunas con desprecio, al cruzarse con ella.

Acarrear agua de la fuente era tarea que no se le encomendaba, pero acompañaba a las otras chicas de servicio, para que a la vuelta no derramaran agua o perdieran tiempo de cháchara.

Cuando Ricardo Sampe supo su origen era padre de familia.
Había vivido con el dolor de ver que Jacinta sólo tenía ojos para Julián, dándole el cariño que a él le debía.
Fue más tarde, siendo adulto, cuando empezaron sus indagaciones.
Al morir sus padres adoptivos, haciéndose cargo de la hacienda y todas las pertenencias como único heredero, pudo ver lo que se le había ocultado.
Encontró unas fotografías familiares que no recordaba haber visto jamás. En ellas había un hombre que identificaba como idéntico a sí mismo. Estaban en un álbum con anotaciones.
Por ello pudo seguir la pista que le llevó al encuentro con su progenitor.
Era un joven con sotana, el tío Ricardo.
Recordaba que nunca había tenido el gusto de encontrarse con él. Ahora evocaba las palabras evasivas recibidas.
Sabía que estaba en un asilo destinado para el clero, en otra ciudad, pero eso no le pararía.
Quiso hablar con él.

Se puso en contacto con ellos y solicitó una entrevista.
No hubo impedimentos.
Se entendía que, muertos sus padres, quisiera tener contacto con el único familiar que le quedaba con vida.
El anciano supo, al verle, que no había forma de eludir la verdad.
El secreto dejaba de serlo.
Se desvelaba sin poder ocultarlo más.
Eso le permitiría descansar en paz.
Cuando marchó del pueblo, no supo lo que dejaba atrás.
Ni que esa mujer fuera la que había engendrado a su hijo.
Cuando se le hizo saber que su hermana había adoptado el fruto de una mujer desafortunada, abandonaba a su suerte por algún truhán, no se le había sido informado de todos los detalles.
No hablar de ella al niño, había sido la exigencia aceptada por ellos, con complacencia.
Sería mejor para todos que así fuera.
Conforme se iba desvelando la apariencia familiar, tuvieron cuidado en evitar que él se encontrara con las evidencias.
Evitaron el encuentro entre padre e hijo.
Eso le llevó a levantar sospechas.
Era extraño que siempre que él aparecía por el entorno familiar no se pudiera encontrar con su sobrino.
Más aún que no le facilitaran alguna fotografía, o que no las hubiera por la casa familiar.
Había investigado y localizado por dónde se movía.
Lo hizo con disimulo y a distancia.
No quiso violentar al jovencito que en ese momento encontrara.
Pudo verle a través del enrejado de un confesionario.
Allí oculto pudo escudriñar los rasgos del que supo era parte suya.

Había caído en el pecado de la carne y había arrastrado con él a la devota Jacinta.
No pensó que las consecuencias de aquel loco encuentro hubieran sido tales.
Pensó que no volviendo a caer en la tentación repararía su mal.
Ahora ya pasados los años, llegado a ser un anciano, no veía pecado, sino cobardía.
Ricardo sigo visitándolo mientras vivió.
Necesitaba perdonarle para sentirse en paz.
No le fue fácil.
El anciano repetía aquello de que había sido un cobarde por no colgar los hábitos y escuchar su corazón.
La amó.
No fue flaqueza ni pecado. Había sido lo que la Naturaleza ofrece a los mortales para que alcancen sus mieles.
El hijo perdonó a su padre, pero no consiguió liberarse de la frustración que la sequedad de trato de Jacinta había hecho que él sintiera.
No entendía que le hubiera dejado al margen de su vida.

En estas cábalas estaba, frente al cuerpo presente de su madre, cuando Matilde se acercó a él y se sentó a su lado, colocando una silla tapizada en tela amarilla pajiza, color que a ella le encantaba.
Tomó su mano y, aproximándose, le susurró que sentía su dolor.
Él la miró y asintió.
_ Jacinta y yo hemos tenido muchas charlas hablando de ti.
_ Siempre que venía por casa, a vernos, a verla, ella salía de la escena.
_ No sé si lo recuerdas. Buscaba cualquier excusa para alejarse, eludiendo el deseo de hablarte y confesarte su amor de madre.
_ Quería saber de ti.
_ Cuando marchabas, me preguntaba por las impresiones que tenía de ti.
_ Me decía que, como hijo, lo eras de su alma. Que te hubiera estrechado y retenido a su lado.
_ Cuando murieron tus padres adoptivos, le animé a que tuviera una cita contigo y rompiera ese silencio que la carcomía._ añadió Matilde, mientras sostenía su mano con cariño.
_ Eras una parte de ella que no podía mirar.
_ Lo que no pudo darte lo proyecto a los demás.
_ A tu hijo, aunque con disimulo, le dio entrada.
_ Cuando venía a visitarla sabía que era su abuela, y se acercaba a ella, haciéndola feliz, de niño sus niñerías, y de joven sus inquietudes y sueños.
_ Ella le preguntaba por vosotros. Siempre por tu mujer y por ti.
_ Quería saber si ella te quería bien. Si eras feliz.
_ Cuando tu hijo estaba con ella nos alejábamos, dejándolos solos, para que pudieran encontrarse y compartir.
_ Tienes que entender que aquellos tiempos fueron muy duros._ siguió.
_ Ella soportó el silencio, porque sabía que te querían y te darían un porvenir.
_ La pobreza en que vivía su familia era extrema.
_ Tú no has conocido el hambre. Ella sí.
_ Tu padre nunca supo por ella que eras su hijo.
A esto, Ricardo le contestó que él sí.
Le explicó que había investigado y mantenido contacto con su padre biológico.
_ Soy el hijo del cura._ dijo.
_ Fui ciego.
_ Cuando íbamos al pueblo mucha gente callaba cuando me acercaba.
Siguió lamentándose y secando sus enrojecidos ojos.
Su hijo se acercó, y Matilde le cedió su asiento.

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viernes, 15 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (14)

Ricardo, el hijo de Jacinta, había sido adoptado por la familia Sampe.
Cuando pasó de cuentas, su madre la llevó a la casa de los Sampe a parir.
Así había sido pactado.
Al negarse a decir quien era el padre, la familia decidió que lo tendría, pero no se quedarían con la criatura.
El hambre azotaba tras la guerra y no había recursos para hacerse cargo de una boca más.
Aunque no era reconocido, muchos embarazos no deseados se interrumpían por medio de brebajes e intervenciones nada higiénicas.
Una vez, una muchacha se había desangrado hurgando con un junco.
Llegaron a tiempo para salvarla, pero la criatura se había perdido.
Ella lo negaba, pero era a ojos vista evidente.
La mujer pagaba el precio mayor con el riesgo de su honra y de su vida.
Se la juzgaba con tal severidad que, si era agredida, callaba por evitar sospechas.
Bastaba que un hombre deseara para que tomara.

Se le ofreció que quedara en la casa mientras durara el tiempo de crianza de la criatura.
Qué mejor amantar que el que ella le pudiera dar.
Se negó diciendo que si le obligaban a quedarse con su hijo, se iría al monte para que ser pasto de lobos.

La familia Cifuentes estaba al caso y le ofrecieron su casa a cambio de que se hiciera cargo del pequeño Julián y se hiciera cargo de las tareas domésticas.
Ellos tenían el reconocimiento social de los que son respetados, no sólo por lo que tienen, sino también por lo que valen.
Habían sorteado un mundo de engaños y traiciones, siendo justos y solidarios con todos aquellos que llamaban a su puerta cuando la hambruna se impuso tras la guerra.
Sus ingresos no dependían de cosechas, ni ganado.
Eran tratantes. Intermediarios.
Sus ganancias convertidas en bienes que habían sabido proteger, joyas y oro, no habían sufrido merma cuando la moneda dejó de tener valor.
La madre de Julián había cosido en los dobladillos de faldones y abrigos esos tesoros, y había rezado para no levantar sospecha.
En su casa siempre había una hogaza de pan y un plato de caldo caliente para quien llamara a la puerta.
Si hubo sospecha, callaron.
Nunca se supo que habían protegido a un perdedor.
Si no fue así, todo el mundo calló.
Ignacio Cifuentes, el bisabuelo de Nacho, había sido secretario.
Sus oficios habían sido repartir y dar a cada uno lo que le correspondía.
Si alguien salía perdiendo, el le abría los brazos y ofrecía su hombro.
Muchos marcharon a Francia.
El trabajo en el campo les hacía útiles para oficios que en poco tiempo aprendían.
Pocos sabían de letras.
Él, sin cobrar estipendios, les preparaba papeles y además añadía unas monedas.
Las familias que quedaban atrás, siempre recibían su cobijo.
Aquí faltaba un zagal, allá lo podían colocar.
La palabra era contrato.
El la daba y ellos sabían que con ello bastaba.
La amistad entre los Cifuentes y los Sampe venía de lejos.
Eran de la clase bien estante del lugar, pero no levantaban envidias ni rencores.
Se podía contar con ellos.
Familias que solidificaban sus ramas y lazos de vecindad.
En los tiempos de antes de la guerra, en sus casas, siempre había una escudilla en la mesa para el huésped que a última hora se pudiera agregar. Fuera señor o mendigo.
Los favores se correspondían con favores.
En el tiempo de la siega, en la hacienda de los Sampe, los aparceros eran tratados como iguales.
Una casa de seis pares de mulas. Se decía.
Aquellos tiempos no volverían.

Un hermano cura, que iba para obispo, había dejado la parroquia hacía siete meses.
Se llamaba Ricardo. Esa fue la razón por la que se bautizo al niño con ese nombre.
El parto todo fue fácil. En lo que cabe.
Jacinta se repuso en pocos días. Reposó y se recuperó en la casa de los Cifuentes.
El niño que pasó a sus brazos fue Julián.
La madre, Palmira, había tenido un embarazo difícil.
Le tocó pasar los nueve meses en reposo.
Todo lo que ingería le enfermaba.
Se hicieron cruces al ver el hermoso bebé que trajo el mundo.
Nadie lo hubiera dicho.
Ella quedó mermada y débil.
Sus pechos secos no alimentaban.
El niño lloraba noche y día.
Cuando Jacinta lo acercó a los suyos, ella vibró en alegría y él gozo del primer alimento completo.
Se pasó tres años amarrado a sus pechos.
En ese tiempo ella se hizo imprescindible en la casa.

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jueves, 14 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (13)

Al cabo del rato, alguien llamó a la puerta, requiriéndola.
_ ¡Matilde!
_ Os estamos esperando.
_ ¡Ya vamos!_ contestó apartándose de los brazos de Julián, mientras hacía gestos para que no hiciera ruido y guardara silencio.

Se vistieron y salieron del su habitación para unirse a los demás.
Sus rostros presentaban la placidez y serenidad de después del encuentro.

En el rostro de la anciana se dibujaba una sonrisa.

_ ¿Será bruja?_ pensó Matilde, al verla.

Ignacio estaba a su lado recibiendo la bendición desde la otra realidad.
La iluminación era tenue.
Unas pocas velas permanecían encendidas.
La cera consumida había dejado sus aromas.
Con su entrada, las llamas parecieron revivir.
Un aura de luz los envolvía.

Se quemó incienso y se empezó a llenar el espacio con asientos y muebles auxiliares, recogidos de otras dependencias de la casa.
Poco a poco llegaban conocidos y amigos.
Los familiares de Jacinta no estaban allí.
Su familia era la de los Cifuentes.

Ricardo, hijo, se acercó al cadáver de la anciana y en un abrazo irrumpió en llanto, formulando las palabras contenidas en su pensamiento.

_ ¡Abuela!
Su padre le miraba sin aproximarse.
Siempre le habían lacerado los celos al ver que Jacinta prescindía de él.
No se hablaba de ello, pero sabía que le había parido y entregado a los que él llamaba padres.
Ellos habían querido que supiera la verdad, pero ella se había mantenido distancia.
Para su hijo había sido de otra manera.
Se había ablandado con él.
Sin embargo nunca le concedió más familiaridad que la debida a un amigo de los de la casa a la que se entregaba con fidelidad.

Todos tenían puesta la mirada y atención en ellos. Les concedían su puesto. El que ella les negó.

¿Qué pudo ocurrir para que ella, tan maternal y amorosa con los hijos de Julián, fuera esquiva con él?
Había sabido que se hablaba de un abuso que ella quiso callar.
Pudo descubrir el origen de ese silencio.
Lo encontró en el espejo.
Sus rasgos eran familiares. Le delataban.
Era el hijo del cura.
Todo el mundo lo sabía menos él.
Su tío, había tenido a su cargo la Iglesia del pueblo.
No lo conoció siendo niño.
Estaba en otra diócesis.
Los familiares habían ocultado su rastro.
La casualidad siempre juega a favor de la verdad.
Un día encontró en un baúl del desván las fotografías que se habían quitado de los rincones de la casa.
Tuvo ante sus mismos ojos el reflejo de lo que se ocultaba.
Era su vivo retrato.
Preguntó y pidió explicaciones.
Consiguió sus señas y le buscó.
Se entrevistó con él, ya anciano.
Quería saber.
La rabia le llevaba al odio y la venganza, pero la templanza le advertía de que debía esperar respuestas.
No concluir en las apariencias.
Su padre le dijo que había sido un desliz.
Que Jacinta había sido una muchacha virtuosa y devota, pero a él le había cegado el deseo.
_ ¿Consintió ella?_ le había preguntado.
_ ¡No se negó!_ le respondió.

¿Qué podía hacer? El pasado estaba allí.
Sus padres adoptivos le habían dado todo lo que estuvo en su mano.
Su propio hijo era parte del mundo que Jacinta gestaba a su alrededor.
Que más podía pedir.

_ ¡Descanse en paz!_ pensó mientras la miraba y las lágrimas humedecían sus ojos.

Su vida no había estado mal.
Jacinta nunca le había rechazado.
Había sido capaz de facilitar que él tuviera un futuro.

Cuantas veces había pensado en sentarse a su lado y hablarle.
En ese momento la tenía allí, en cuerpo presente.

No tardaría mucho en unirse a ella en el más allá.
Él tenía sus achaques.
El corazón le iba mal.
Su naturaleza no era tan fuerte como la de la mujer que le había dado el ser.
Al pensar en ello, sus piernas perdieron estabilidad.
Nicole, atenta a todo, se acercó y le sostuvo, acomodándolo en una silla mullida con brazos, la que solía estar en el escritorio de Julián, su hermano de leche.

_ ¡Siéntese!_ le dijo con dulzura, llevándole del brazo izquierdo que quedaba libre, ya que sujetaba con el derecho fuertemente el bastón que en ese momento era su único asidero.

Su extrema palidez les preocupó.
Una vez estuvo sentado, sudoroso se palpó el brazo izquierdo y se llevó la mano al cuello. Sacó del bolsillo de la chaqueta un pastillero y se colocó una pastilla bajo la lengua.
Las emociones eran muy fuertes.
Se ahogaba.
Superó el momento, pero no pasó al año siguiente.

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miércoles, 13 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (12)

En su imaginación, él había pasado su mano acariciando su pelo.
Ella se había girado con gesto de entrega inequívoca.
Ambos vivieron ese mágico momento.
Contuvieron el impulso.
Ella se incorporó bruscamente, y huyendo de la situación salió diciendo que tenía un té que había dejado hacía tiempo en el microondas.
Excusa que no le valía, sobre la mesa se veía la taza vacía de la bebida ingerida.
Advirtió el engaño y fue tras ella siguiendo un impulso ancestral que no deja a la mente mediar.
Sino porque apareció Jacinta, encendiendo luces y cerrando ventanas, hubiera sido inevitable amarse.

Recordaba lo cerca que había estado de caer en sus brazos, y pensaba que posiblemente la presencia de Jacinta no había sido casual.
Quizás ella había visto más de lo que ellos mismos sabían de sus gestos y deseos.
Se percataba de la fortuna de haber contado con ella en esa ocasión, y en otras que la memoria le ofrecía.
Era tarde, las últimas palabras de Jacinta le daban zozobra.

Entró Ignacio tras ella, y en esa ocasión nada impidió el abrazo.
Ella se entregó.

Habían perdido mucho tiempo.
Él era un hombre que pasaba de los cincuenta y ella iba camino de los setenta.
Sin embargo se acortaron distancias.
No se alejarían nunca más.

Con la muerte de Jacinta se cerraba un ciclo de sus propias vidas.

Ellos vivirían sin importarles el mundo.
Se tendrían el uno al otro.
Se habían querido tanto que ahora costaba esperar.

Matilde sintió que el roce de sus dedos le hacía temblar.
Él repasaba las líneas de su rostro.
_ ¡Estoy vieja!_ protestó ella.
_ ¡Qué va!_ le decía mientras le robaba un beso, otro, y otro más.
_ Siempre serás lo que yo veo de ti.
_ Te he amado desde niño.
_ ¿Imagina cómo te veo?
_ Si no hubiera sido un niño, nada se hubiera puesto por delante.
_ Siempre supe que éramos almas gemelas. ¡Madre!
Ella se quería retirar, replicándole sobre lo inadecuado de su conducta.
_ ¿Qué dirán?_ decía mientras él la desvestía con cuidado, acallando sus quejas con besos y caricias.
_ ¿A quien le importa?
_ ¿Crees que el mundo está pendiente de nosotros?_ añadía mientras posaba sus manos en su cintura, acompañándola al lecho en que se fundirían, en un gesto similar al que vio, años atrás, hacer su padre, cuando los vio dirigirse al molino viejo.
Todo aquello ya no le martirizaba.
Era él quien se enredaba entre sus piernas y brazos.
Ella respondía a su envite olvidándose de sí misma.
_ No te dejaré nunca._ le decía.
_ Estaré siempre contigo.
_ ¡Siempre!

El silencio siguió a un gemido inaudible, emitido al unísono por ambos.
Se encontraron en la esencia del ser.
Tanto amor no les cabía en el cuerpo.
La risa siguió al llanto.
Lágrimas de placer bañaban sus rostros sudorosos.
Quedaron abrazados contándose lo mucho que se habían querido.

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