martes, 26 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (16)

Nicole llegó con la cafetera humeando. Todos fueron sirviéndose.
_ ¿Te ayudo?_ dijo Carlos, acercándose a su mujer.
_ Descansa un rato._ añadió.

Ella había asumido el control de la situación. Parecía ser la persona más dispuesta y menos implicada emocionalmente. Sin embargo, sintió el vacío y dolor que allí compartían, y cuando él le sugirió que descansará, sobre ella pareció caer una gran losa, aplanándola contra el suelo. La yaya Jacinta, así la llamaban sus tres hijas, había sido el nexo de unión de la familia Cifuentes.

Recordó como tiempo atrás, había hecho por ella más de lo que cabía esperar. Carlos se enredó con una mujer, y ella pensó en marchar. Fue Jacinta la que le habló de frente. La que hizo que se manifestara. Le había dicho que pensara sobre lo que valía la pena y lo que no. De aquella crisis matrimonial su relación se había fortalecido.
Lo de Carlos había sido un asunto difícil de calificar.

Esperó sin reproches. Siguió manteniendo el calor del hogar, con él ausente. Aunque supo por terceras personas del asunto, no lo encaró, ni le pidió explicaciones.
Le dolió, pero no por ello claudicó.

Un buen día, él volvió a ella.
Esa noche lloró, cuando hicieron el amor. Pensando que con ello le decía adiós, pero guardo su secreto. Temió que fuera el canto del cisne. Había sabido esperar largas noches y largos días. Las noches fueron más duras. No conciliaba el sueño y las carnes se le abrían.
Algo nuevo despertó en él. Volvía a ella redescubriendo su cuerpo y sintiéndola parte de si mismo. Como si de uno de sus órganos se tratara. Constataba que no estar con ella mutilaba su alma.

Jacinta había mediado. Hablado con él. Le había planteado la misma cuestión. Le había dicho que pensara en lo que dejaba y en lo que tomaba. Que hiciera el balance y pensara si estaba dispuesto a que Nicole estuviera con otro hombre. Él negó. Contestó a sus insinuaciones diciendo que no soportaría: que otros besos la besaran, que otras manos la acariciaran, que otro la amara. No que fuera ella quien amara, sino que otro estuviera en su lugar.
A eso, Jacinta, le había dejado solo con sus palabras y pensamientos.
Tan seguro se sentía de ella que no había pensado en esa posibilidad.
_ Cuando el nido queda vacío, otro puede anidar._ le había dicho.

En ningún momento se habló de las niñas. Eran mayores y vivían su propia vida. Estaban estudiando y compartían piso las tres.
Katrina quería ser piloto de vuelo, Lucía veterinaria y Sofía andaba tras los pasos de su tía Susana.


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miércoles, 20 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (15)

Siendo la más joven del servicio, era la más eficiente.
Se ganó el aprecio de todos.
Olvidó su casa y su origen.
Sus parientes la saludaban cuando se encontraban con ella, y murmuraban a sus espaldas.
_ A ésta le dejaron preñada.
Nadie pudo hacer cábalas de quien fuera el que la ultrajara.
Había sido una muchacha pobre, pero honrada.

Se sabía que era de las que limpiaban la sacristía y hacía recados a la casera del cura, que en aquel tiempo vivía en la casa familiar. Los Sampe.
Antes de la felonía sufrida había sido alegre y laboriosa.
Aunque era de complexión débil, y su apariencia parecía no permitirle hacer tareas pesadas, ella hacía frente a lo que se le proponía.
Contaban con ella para mondonguear.
Se la llamaba para que ayudara a las otras mujeres en las cocinas, en tiempos de siega.
En invierno desgranaba panizo y amasaba allí donde la llamaran.
De sus trabajos, el único pago que recibía era una hogaza de pan, y a Díos gracias, que llevaba a su casa.

La vida de Jacinta con los Cifuentes era la envidia de todos.
_ Si que picha alto, esa._ decían algunas con desprecio, al cruzarse con ella.

Acarrear agua de la fuente era tarea que no se le encomendaba, pero acompañaba a las otras chicas de servicio, para que a la vuelta no derramaran agua o perdieran tiempo de cháchara.

Cuando Ricardo Sampe supo su origen era padre de familia.
Había vivido con el dolor de ver que Jacinta sólo tenía ojos para Julián, dándole el cariño que a él le debía.
Fue más tarde, siendo adulto, cuando empezaron sus indagaciones.
Al morir sus padres adoptivos, haciéndose cargo de la hacienda y todas las pertenencias como único heredero, pudo ver lo que se le había ocultado.
Encontró unas fotografías familiares que no recordaba haber visto jamás. En ellas había un hombre que identificaba como idéntico a sí mismo. Estaban en un álbum con anotaciones.
Por ello pudo seguir la pista que le llevó al encuentro con su progenitor.
Era un joven con sotana, el tío Ricardo.
Recordaba que nunca había tenido el gusto de encontrarse con él. Ahora evocaba las palabras evasivas recibidas.
Sabía que estaba en un asilo destinado para el clero, en otra ciudad, pero eso no le pararía.
Quiso hablar con él.

Se puso en contacto con ellos y solicitó una entrevista.
No hubo impedimentos.
Se entendía que, muertos sus padres, quisiera tener contacto con el único familiar que le quedaba con vida.
El anciano supo, al verle, que no había forma de eludir la verdad.
El secreto dejaba de serlo.
Se desvelaba sin poder ocultarlo más.
Eso le permitiría descansar en paz.
Cuando marchó del pueblo, no supo lo que dejaba atrás.
Ni que esa mujer fuera la que había engendrado a su hijo.
Cuando se le hizo saber que su hermana había adoptado el fruto de una mujer desafortunada, abandonaba a su suerte por algún truhán, no se le había sido informado de todos los detalles.
No hablar de ella al niño, había sido la exigencia aceptada por ellos, con complacencia.
Sería mejor para todos que así fuera.
Conforme se iba desvelando la apariencia familiar, tuvieron cuidado en evitar que él se encontrara con las evidencias.
Evitaron el encuentro entre padre e hijo.
Eso le llevó a levantar sospechas.
Era extraño que siempre que él aparecía por el entorno familiar no se pudiera encontrar con su sobrino.
Más aún que no le facilitaran alguna fotografía, o que no las hubiera por la casa familiar.
Había investigado y localizado por dónde se movía.
Lo hizo con disimulo y a distancia.
No quiso violentar al jovencito que en ese momento encontrara.
Pudo verle a través del enrejado de un confesionario.
Allí oculto pudo escudriñar los rasgos del que supo era parte suya.

Había caído en el pecado de la carne y había arrastrado con él a la devota Jacinta.
No pensó que las consecuencias de aquel loco encuentro hubieran sido tales.
Pensó que no volviendo a caer en la tentación repararía su mal.
Ahora ya pasados los años, llegado a ser un anciano, no veía pecado, sino cobardía.
Ricardo sigo visitándolo mientras vivió.
Necesitaba perdonarle para sentirse en paz.
No le fue fácil.
El anciano repetía aquello de que había sido un cobarde por no colgar los hábitos y escuchar su corazón.
La amó.
No fue flaqueza ni pecado. Había sido lo que la Naturaleza ofrece a los mortales para que alcancen sus mieles.
El hijo perdonó a su padre, pero no consiguió liberarse de la frustración que la sequedad de trato de Jacinta había hecho que él sintiera.
No entendía que le hubiera dejado al margen de su vida.

En estas cábalas estaba, frente al cuerpo presente de su madre, cuando Matilde se acercó a él y se sentó a su lado, colocando una silla tapizada en tela amarilla pajiza, color que a ella le encantaba.
Tomó su mano y, aproximándose, le susurró que sentía su dolor.
Él la miró y asintió.
_ Jacinta y yo hemos tenido muchas charlas hablando de ti.
_ Siempre que venía por casa, a vernos, a verla, ella salía de la escena.
_ No sé si lo recuerdas. Buscaba cualquier excusa para alejarse, eludiendo el deseo de hablarte y confesarte su amor de madre.
_ Quería saber de ti.
_ Cuando marchabas, me preguntaba por las impresiones que tenía de ti.
_ Me decía que, como hijo, lo eras de su alma. Que te hubiera estrechado y retenido a su lado.
_ Cuando murieron tus padres adoptivos, le animé a que tuviera una cita contigo y rompiera ese silencio que la carcomía._ añadió Matilde, mientras sostenía su mano con cariño.
_ Eras una parte de ella que no podía mirar.
_ Lo que no pudo darte lo proyecto a los demás.
_ A tu hijo, aunque con disimulo, le dio entrada.
_ Cuando venía a visitarla sabía que era su abuela, y se acercaba a ella, haciéndola feliz, de niño sus niñerías, y de joven sus inquietudes y sueños.
_ Ella le preguntaba por vosotros. Siempre por tu mujer y por ti.
_ Quería saber si ella te quería bien. Si eras feliz.
_ Cuando tu hijo estaba con ella nos alejábamos, dejándolos solos, para que pudieran encontrarse y compartir.
_ Tienes que entender que aquellos tiempos fueron muy duros._ siguió.
_ Ella soportó el silencio, porque sabía que te querían y te darían un porvenir.
_ La pobreza en que vivía su familia era extrema.
_ Tú no has conocido el hambre. Ella sí.
_ Tu padre nunca supo por ella que eras su hijo.
A esto, Ricardo le contestó que él sí.
Le explicó que había investigado y mantenido contacto con su padre biológico.
_ Soy el hijo del cura._ dijo.
_ Fui ciego.
_ Cuando íbamos al pueblo mucha gente callaba cuando me acercaba.
Siguió lamentándose y secando sus enrojecidos ojos.
Su hijo se acercó, y Matilde le cedió su asiento.

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viernes, 15 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (14)

Ricardo, el hijo de Jacinta, había sido adoptado por la familia Sampe.
Cuando pasó de cuentas, su madre la llevó a la casa de los Sampe a parir.
Así había sido pactado.
Al negarse a decir quien era el padre, la familia decidió que lo tendría, pero no se quedarían con la criatura.
El hambre azotaba tras la guerra y no había recursos para hacerse cargo de una boca más.
Aunque no era reconocido, muchos embarazos no deseados se interrumpían por medio de brebajes e intervenciones nada higiénicas.
Una vez, una muchacha se había desangrado hurgando con un junco.
Llegaron a tiempo para salvarla, pero la criatura se había perdido.
Ella lo negaba, pero era a ojos vista evidente.
La mujer pagaba el precio mayor con el riesgo de su honra y de su vida.
Se la juzgaba con tal severidad que, si era agredida, callaba por evitar sospechas.
Bastaba que un hombre deseara para que tomara.

Se le ofreció que quedara en la casa mientras durara el tiempo de crianza de la criatura.
Qué mejor amantar que el que ella le pudiera dar.
Se negó diciendo que si le obligaban a quedarse con su hijo, se iría al monte para que ser pasto de lobos.

La familia Cifuentes estaba al caso y le ofrecieron su casa a cambio de que se hiciera cargo del pequeño Julián y se hiciera cargo de las tareas domésticas.
Ellos tenían el reconocimiento social de los que son respetados, no sólo por lo que tienen, sino también por lo que valen.
Habían sorteado un mundo de engaños y traiciones, siendo justos y solidarios con todos aquellos que llamaban a su puerta cuando la hambruna se impuso tras la guerra.
Sus ingresos no dependían de cosechas, ni ganado.
Eran tratantes. Intermediarios.
Sus ganancias convertidas en bienes que habían sabido proteger, joyas y oro, no habían sufrido merma cuando la moneda dejó de tener valor.
La madre de Julián había cosido en los dobladillos de faldones y abrigos esos tesoros, y había rezado para no levantar sospecha.
En su casa siempre había una hogaza de pan y un plato de caldo caliente para quien llamara a la puerta.
Si hubo sospecha, callaron.
Nunca se supo que habían protegido a un perdedor.
Si no fue así, todo el mundo calló.
Ignacio Cifuentes, el bisabuelo de Nacho, había sido secretario.
Sus oficios habían sido repartir y dar a cada uno lo que le correspondía.
Si alguien salía perdiendo, el le abría los brazos y ofrecía su hombro.
Muchos marcharon a Francia.
El trabajo en el campo les hacía útiles para oficios que en poco tiempo aprendían.
Pocos sabían de letras.
Él, sin cobrar estipendios, les preparaba papeles y además añadía unas monedas.
Las familias que quedaban atrás, siempre recibían su cobijo.
Aquí faltaba un zagal, allá lo podían colocar.
La palabra era contrato.
El la daba y ellos sabían que con ello bastaba.
La amistad entre los Cifuentes y los Sampe venía de lejos.
Eran de la clase bien estante del lugar, pero no levantaban envidias ni rencores.
Se podía contar con ellos.
Familias que solidificaban sus ramas y lazos de vecindad.
En los tiempos de antes de la guerra, en sus casas, siempre había una escudilla en la mesa para el huésped que a última hora se pudiera agregar. Fuera señor o mendigo.
Los favores se correspondían con favores.
En el tiempo de la siega, en la hacienda de los Sampe, los aparceros eran tratados como iguales.
Una casa de seis pares de mulas. Se decía.
Aquellos tiempos no volverían.

Un hermano cura, que iba para obispo, había dejado la parroquia hacía siete meses.
Se llamaba Ricardo. Esa fue la razón por la que se bautizo al niño con ese nombre.
El parto todo fue fácil. En lo que cabe.
Jacinta se repuso en pocos días. Reposó y se recuperó en la casa de los Cifuentes.
El niño que pasó a sus brazos fue Julián.
La madre, Palmira, había tenido un embarazo difícil.
Le tocó pasar los nueve meses en reposo.
Todo lo que ingería le enfermaba.
Se hicieron cruces al ver el hermoso bebé que trajo el mundo.
Nadie lo hubiera dicho.
Ella quedó mermada y débil.
Sus pechos secos no alimentaban.
El niño lloraba noche y día.
Cuando Jacinta lo acercó a los suyos, ella vibró en alegría y él gozo del primer alimento completo.
Se pasó tres años amarrado a sus pechos.
En ese tiempo ella se hizo imprescindible en la casa.

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jueves, 14 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (13)

Al cabo del rato, alguien llamó a la puerta, requiriéndola.
_ ¡Matilde!
_ Os estamos esperando.
_ ¡Ya vamos!_ contestó apartándose de los brazos de Julián, mientras hacía gestos para que no hiciera ruido y guardara silencio.

Se vistieron y salieron del su habitación para unirse a los demás.
Sus rostros presentaban la placidez y serenidad de después del encuentro.

En el rostro de la anciana se dibujaba una sonrisa.

_ ¿Será bruja?_ pensó Matilde, al verla.

Ignacio estaba a su lado recibiendo la bendición desde la otra realidad.
La iluminación era tenue.
Unas pocas velas permanecían encendidas.
La cera consumida había dejado sus aromas.
Con su entrada, las llamas parecieron revivir.
Un aura de luz los envolvía.

Se quemó incienso y se empezó a llenar el espacio con asientos y muebles auxiliares, recogidos de otras dependencias de la casa.
Poco a poco llegaban conocidos y amigos.
Los familiares de Jacinta no estaban allí.
Su familia era la de los Cifuentes.

Ricardo, hijo, se acercó al cadáver de la anciana y en un abrazo irrumpió en llanto, formulando las palabras contenidas en su pensamiento.

_ ¡Abuela!
Su padre le miraba sin aproximarse.
Siempre le habían lacerado los celos al ver que Jacinta prescindía de él.
No se hablaba de ello, pero sabía que le había parido y entregado a los que él llamaba padres.
Ellos habían querido que supiera la verdad, pero ella se había mantenido distancia.
Para su hijo había sido de otra manera.
Se había ablandado con él.
Sin embargo nunca le concedió más familiaridad que la debida a un amigo de los de la casa a la que se entregaba con fidelidad.

Todos tenían puesta la mirada y atención en ellos. Les concedían su puesto. El que ella les negó.

¿Qué pudo ocurrir para que ella, tan maternal y amorosa con los hijos de Julián, fuera esquiva con él?
Había sabido que se hablaba de un abuso que ella quiso callar.
Pudo descubrir el origen de ese silencio.
Lo encontró en el espejo.
Sus rasgos eran familiares. Le delataban.
Era el hijo del cura.
Todo el mundo lo sabía menos él.
Su tío, había tenido a su cargo la Iglesia del pueblo.
No lo conoció siendo niño.
Estaba en otra diócesis.
Los familiares habían ocultado su rastro.
La casualidad siempre juega a favor de la verdad.
Un día encontró en un baúl del desván las fotografías que se habían quitado de los rincones de la casa.
Tuvo ante sus mismos ojos el reflejo de lo que se ocultaba.
Era su vivo retrato.
Preguntó y pidió explicaciones.
Consiguió sus señas y le buscó.
Se entrevistó con él, ya anciano.
Quería saber.
La rabia le llevaba al odio y la venganza, pero la templanza le advertía de que debía esperar respuestas.
No concluir en las apariencias.
Su padre le dijo que había sido un desliz.
Que Jacinta había sido una muchacha virtuosa y devota, pero a él le había cegado el deseo.
_ ¿Consintió ella?_ le había preguntado.
_ ¡No se negó!_ le respondió.

¿Qué podía hacer? El pasado estaba allí.
Sus padres adoptivos le habían dado todo lo que estuvo en su mano.
Su propio hijo era parte del mundo que Jacinta gestaba a su alrededor.
Que más podía pedir.

_ ¡Descanse en paz!_ pensó mientras la miraba y las lágrimas humedecían sus ojos.

Su vida no había estado mal.
Jacinta nunca le había rechazado.
Había sido capaz de facilitar que él tuviera un futuro.

Cuantas veces había pensado en sentarse a su lado y hablarle.
En ese momento la tenía allí, en cuerpo presente.

No tardaría mucho en unirse a ella en el más allá.
Él tenía sus achaques.
El corazón le iba mal.
Su naturaleza no era tan fuerte como la de la mujer que le había dado el ser.
Al pensar en ello, sus piernas perdieron estabilidad.
Nicole, atenta a todo, se acercó y le sostuvo, acomodándolo en una silla mullida con brazos, la que solía estar en el escritorio de Julián, su hermano de leche.

_ ¡Siéntese!_ le dijo con dulzura, llevándole del brazo izquierdo que quedaba libre, ya que sujetaba con el derecho fuertemente el bastón que en ese momento era su único asidero.

Su extrema palidez les preocupó.
Una vez estuvo sentado, sudoroso se palpó el brazo izquierdo y se llevó la mano al cuello. Sacó del bolsillo de la chaqueta un pastillero y se colocó una pastilla bajo la lengua.
Las emociones eran muy fuertes.
Se ahogaba.
Superó el momento, pero no pasó al año siguiente.

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miércoles, 13 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (12)

En su imaginación, él había pasado su mano acariciando su pelo.
Ella se había girado con gesto de entrega inequívoca.
Ambos vivieron ese mágico momento.
Contuvieron el impulso.
Ella se incorporó bruscamente, y huyendo de la situación salió diciendo que tenía un té que había dejado hacía tiempo en el microondas.
Excusa que no le valía, sobre la mesa se veía la taza vacía de la bebida ingerida.
Advirtió el engaño y fue tras ella siguiendo un impulso ancestral que no deja a la mente mediar.
Sino porque apareció Jacinta, encendiendo luces y cerrando ventanas, hubiera sido inevitable amarse.

Recordaba lo cerca que había estado de caer en sus brazos, y pensaba que posiblemente la presencia de Jacinta no había sido casual.
Quizás ella había visto más de lo que ellos mismos sabían de sus gestos y deseos.
Se percataba de la fortuna de haber contado con ella en esa ocasión, y en otras que la memoria le ofrecía.
Era tarde, las últimas palabras de Jacinta le daban zozobra.

Entró Ignacio tras ella, y en esa ocasión nada impidió el abrazo.
Ella se entregó.

Habían perdido mucho tiempo.
Él era un hombre que pasaba de los cincuenta y ella iba camino de los setenta.
Sin embargo se acortaron distancias.
No se alejarían nunca más.

Con la muerte de Jacinta se cerraba un ciclo de sus propias vidas.

Ellos vivirían sin importarles el mundo.
Se tendrían el uno al otro.
Se habían querido tanto que ahora costaba esperar.

Matilde sintió que el roce de sus dedos le hacía temblar.
Él repasaba las líneas de su rostro.
_ ¡Estoy vieja!_ protestó ella.
_ ¡Qué va!_ le decía mientras le robaba un beso, otro, y otro más.
_ Siempre serás lo que yo veo de ti.
_ Te he amado desde niño.
_ ¿Imagina cómo te veo?
_ Si no hubiera sido un niño, nada se hubiera puesto por delante.
_ Siempre supe que éramos almas gemelas. ¡Madre!
Ella se quería retirar, replicándole sobre lo inadecuado de su conducta.
_ ¿Qué dirán?_ decía mientras él la desvestía con cuidado, acallando sus quejas con besos y caricias.
_ ¿A quien le importa?
_ ¿Crees que el mundo está pendiente de nosotros?_ añadía mientras posaba sus manos en su cintura, acompañándola al lecho en que se fundirían, en un gesto similar al que vio, años atrás, hacer su padre, cuando los vio dirigirse al molino viejo.
Todo aquello ya no le martirizaba.
Era él quien se enredaba entre sus piernas y brazos.
Ella respondía a su envite olvidándose de sí misma.
_ No te dejaré nunca._ le decía.
_ Estaré siempre contigo.
_ ¡Siempre!

El silencio siguió a un gemido inaudible, emitido al unísono por ambos.
Se encontraron en la esencia del ser.
Tanto amor no les cabía en el cuerpo.
La risa siguió al llanto.
Lágrimas de placer bañaban sus rostros sudorosos.
Quedaron abrazados contándose lo mucho que se habían querido.

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martes, 12 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (11)

La discreción de Jacinta era una de sus virtudes.
Veía el debate interno que tanto uno como otro sufría.
Entendía que debían someter los deseos de la carne a la razón.

A Matilde se le había pasado el momento.
Era una relación a destiempo, que sólo podía ser alimentada en el trato cordial y familiar, evitando entrar en ella.
Si Ignacio hubiera encontrado una mujer joven que le llenara la vida, habría olvidado esas tendencias torcidas.

Nicole se la había ganado.
¡Cómo no! Si era la que hacía feliz a Carlos y había conseguido que sentara la cabeza.

Susana quiso viajar.
Se lanzó al periodismo de reportaje, en tierras inhóspitas.
La fotografía y el artículo, en lugares de conflicto, llenaron su mundo.
Vivió el amor libre.
Con Ricardo tuvo una gran amistad. Se querían como hermanos.
Le atraía el riesgo.
Reportera internacional.
Dejó de lado puntillas y encajes.
Asimiló el mensaje cifrado de las actividades de la que pasó a ser su madre.
Ignacio y Ricardo, sus cómplices, habían mediado ante sus padres para que le dejaran entrar en ese mundo, sin reparos.

Dicen que Jacinta murió de vieja. Cien años eran muchos años.

En los estertores de la muerte atrajo hacía sí la mano de Matilde y le dijo que no renunciara, que hacía mal en negarse.
Matilde quedó petrificada.
Saber que su silencio no había servido de nada la dejó descolocada.
Cuando la anciana expiró, salió de la estancia con precipitación y se ocultó a las miradas en su habitación.
Lloró largamente.
Lo hizo por sí y por todas esas cosas que había callado y disimulado.
Quería morirse y olvidarse de sí misma.

Recordaba vívido el momento en que casi había perdido el control.
Había ocurrido pocos días después del deceso de su esposo.
Aquel día, su hijastro le había encontrado sentada ante el escritorio, anotando sus reflexiones en un cuaderno forrado de piel roja, con incrustaciones doradas.
Él llevaba un rato observándola, subyugado al encantamiento producido por la luz que caía sobre su espalda.
Iba de negro, enlutada, y con el pelo recortado en una melena mínima, dejando la línea del cuello al aire.

Había cortado su cabello después del óbito.
Lo había hecho ella misma, siguiendo un impulso de dolor que la liberó.
Ante el espejo, había mirado su cara y la melena sobre sus hombros.
Eso le había llevado a pensar en momentos en que Julián la amaba.
Su cuerpo tembló, pero decidida tomó unas tijeras y cortó por lo sano.
Quedó largo rato inmóvil ante el espejo, con las hebras negras y plateadas a sus pies.
Jacinta había entrado, preocupada por el silencio que sentía tras la puerta.
Cariñosa le había tomado de la mano en que todavía tenía las tijeras y sentándola arregló los trasquilones del corte.
Se veía joven y bella.
Dolorosamente hermosa.

Ignacio había entrado sin hacer ruido.
No había advertido su presencia.
Sintió el aleteo de su respiración sobre su cuello.
Él deseaba abrazarla y besarla.
Ella quería entregarse a sus brazos y mecerse en ellos.
Ni uno ni otro hicieron nada.
Todo quedó en el aire.


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lunes, 11 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (10)

Todas las madres tienen su predilecto, y les cuesta compartirlo con el mundo.

Carlos había sentado cabeza tras la muerte de su padre.
Tomó las riendas del negocio familiar.
Era una tarea que encajaba con su manera de ser.
Se casó.
Lo hizo sin pasar por el rito religioso.

_ ¡Qué cosas!_ decía Jacinta.
_ Mi niño con una franchuta.

Nicole iba y venía. No paraba. Su trabajo le llevaba largas temporadas a Francia.
Jacinta la miraba con desconfianza.

_ ¿Es que no hay buenas mozas en el lugar?_ había dicho cuando Carlos, zalamero, se lo había comunicado, antes que a los demás.
Se iba a casar con una de esas amigas que le decía lo eran con derecho a roce.
Era algo que ella no toleraba, e indignada le regañaba.
No entendía que las chicas fueran consentidoras.
_ Así no se casarán nunca.
_ ¡Qué tiempos corren!
_ ¡Ay Señor!_ decía mientras se santiguaba, doblando con la mano izquierda el dobladillo del delantal, que como siempre lucía impoluto.

El tiempo hizo su curso. De esa unión nacieron tres niñas.
_ ¡Yaya!_ le decían.

Jacinta era para ellas su abuelita.
A Matilde nunca la llamaron así. Siempre por su nombre. Lo mismo que a Nicole o a Carlos.

Las tres se llevaban poco tiempo entre sí.
A penas sabía andar una, cuando nacía la siguiente.
Lucia, Katrina y Sofía. Así había sugerido Jacinta que las llamaran.
Carlos que tenía predilección por ella, en los tres casos, le avisaba para que empezara a pensar el nombre que le correspondería.
Siempre puso en nombre antes del alumbramiento.
Decía y adivinaba que lo que venía era una niña.
Lo soñaba.
No erraba.
Antes de nacer Carlos, había dicho que se trataba de un gañán.
Jacinta conocía las artes viejas de hierbas y ungüentos.
Era curandera.
Las mujeres le pedían consejo.
Preparaba una grasa que quitaba las quemaduras.
Adivinaba los partos con sólo ver las curvas en las futuras madres.
Tenía premoniciones y sueños de conocimiento.
Ella supo que Matilde e Ignacio estaban librando una gran batalla, negando lo que sus almas ansiaban.
Callaba.
No podía intervenir.
Debían limpiar el camino que iba del uno al otro.

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domingo, 10 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (9)

_ Energías alternativas, Nacho. Esa es la alternativa.

Cuanta razón tenía.
Se habían cerrado fábricas.
La gran crisis.
No como la de los setenta.
Quedaron plantillas enteras en la calle.
Personas en desuso. Excluidos con edad y brío, capaces de arrimar el hombro para levantar el país.
Errores irreparables.
¿Cómo podía permitirse orillar a trabajadores que tenían tanto que dar?
Él se había hecho en esa lucha.
Su abogacía para encarrilar los desmanes del destino.
Tenía un galimatías en que los cinco que lo llevaban a delante no daban abasto.
Tuvieron muchos fracasos.
El capital no invertía. Se iba a sitios de mediocridad.
Estudiado el tema, asesoraban y ponían en contacto a aquellos que llegaban a ellos buscando salvar lo insalvable.
Toda su dedicación profesional acallaba ese deseo oculto en lo más profundo de su ser.

Las tecnologías ponían otros medios en su mano, sin embargo, no dejaba de coger pluma y papel para compartir sus inquietudes con Matilde.
Lo hacía Ignacio, y también los alumnos que ella había atendido.

Esa comunicación llenaba la ausencia de la vida compartida tiempo atrás con Julián.
Temía nombrar. La palabra venía a ella bajo subterfugios que la querían borrar.
Le había arrebatado lo que más quería.
No la nombraría.

Hay mujeres que lo que más quieren son los hijos, pero no era el caso.
Pensarlo le hacía dudar.
Su mente dibujaba sombras chinescas, en las que el protagonista era Nacho siendo niño.
Cuando eso ocurría quería borrarlo con el gesto de la mano, pensando que así lo ahuyentaría.
_ ¡Eso no!_ se decía sintiéndose en falta y temiendo ser observada.
En esos momentos de duda, pensaba en la posibilidad de haber seguido un impulso fatal, al aceptar a Julián, progenitor de ese niño que ahora en el recuerdo le hacía temblar.
Pensarlo le torturaba.
Recordaba con dulzura cada uno de los momentos en que él se le acercaba.
Él le había hecho sentir importante. El centro del Universo.
Eso no era delito.
En ese tiempo, ver medrar sus retoños era lo que más le satisfacía.
Sin embargo se recriminaba al mirarlo bajo una perspectiva que la atemorizaba.
Nunca había deseado un contacto físico.
Al pensar en ello se confundía. Veía sus manos y sentía el contacto del día en que en el entierro él la había sujetado para evitar que se desplomara en el suelo.

_ Debería casarse. Yo me serenaría. Sabría que es de otra.

Mentía. Se engañaba.
Si hubiera habido alguien, el dolor le habría mortificado más de lo que esos sentimientos no asumidos lo hacían.

Pensaba en Julián y eso la sosegaba.

_ Estoy confundida. Proyecto sobre tu hijo tu ausencia.

No se lo creía.
Intentaba entenderlo, pero no podía.

_ ¡Cómo dar marcha atrás al reloj del tiempo?

Debió huir cuando supo que significaba a ese muchacho por encima de los demás.

Las leyes eran claras.
El tabú la mataba.

_ ¡Eso nunca!_ se reafirmaba.

No había de qué recriminarse.
Su mente la engañaba.

Ahora anciana, debía vivir los frutos de la vejez acompañada de su familia.

Esas ideas le martirizaban y le mermaban el ánimo.

Haría frente a la confusión de su mente y ordenaría esas ideas que la tenían confundida.

Todo ese desvarío venía porque cada noche se veía ante el lecho vacío y frío.

Su hijo. Su niño predilecto. Nada más.


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sábado, 9 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (8)

Su llanto fue silencioso.
No quiso que nadie perturbara el adiós de su momento final.
Un paro cardiaco se lo llevó, decían.
Ella sabía que fue el amor que siempre le entregó.
Carlos quedó muy afectado.
Se abrazaba a Jacinta desvalido.
Ella perdía un hijo. Julián lo había sido desde que lo amamantara.
Él conoció en esa pérdida que la parca se cebaba implacable.
La vida había tenido cambios.
Las máquinas infernales habían transformado un paisaje de montes en gigantes.
Los molinos de viento que ningún quijote avasallaba.

_ La edad no perdona._ pensó Jacinta.
_ Debería ser yo quien se fuera y no él.

No pudo contener el llanto al ver bajar el ataúd en el crematorio.

La familia no tenía un panteón.
Mantenían la idea de que se había de ir de la tierra a ella.
Querían formar parte del barro y alimentar las raíces.
Todos ellos habían ido a parar a un lecho que les amparara.
Tampoco un nicho.
Eso de estar mezclados con desconocidos no entraba en sus cabezas.
Matilde sabía que debía cumplir con los deseos que Julián manifestaba cuando hablaban de lo previsible en el momento que bajara el telón.
Consiguió una parcela próxima a la de Sara.
Allí dejó la urna vacía.
Las cenizas fueron esparcidas por el viento sobre los montes que sufrían la arquitectura del progreso y su desarrollo.

_ Para la eternidad._ pensó, perdiendo el conocimiento en ese momento.
Ignacio y Carlos le sujetaron y acompañaron.

_ ¡Madre!_ dijo Ignacio apretándola contra su pecho.
Ella levantó la cabeza y se miró en sus ojos.
Era la primera vez que él la llamaba madre.
Siempre había mantenido distancias con ella.

Cuando regresaron a la casa, y quedaron los más próximos, ella supo que nunca estaría sola.

Ignacio no se había casado, ni se le conocía ninguna relación.
Trabajaba como abogado.
No se vendía al mejor postor.
Era el orgullo de ella.
Su implicación por las causas justas y la lucha por la equidad eran su seña de identidad.
Había empezado en pleitos laborales.
Ahora extendía su actividad a causas comprometidas.
Muchas veces había salido en su defensa, cuando Julián lamentaba que su hijo no trabajara allí dónde había ganancias.
Le hacía caer en la cuenta de que debían estar orgullosos de su nobleza.

A partir de ese día, las visitas de Ignacio se repetían.
Jacinta y Matilde estaban contentas con su presencia.
Se pensó que él asumía el papel que Julián no podía atender.
Cuidar de ella.
Así fue, pero no en la medida supuesta.
Él amaba a esa mujer.
Aunque ella fuera mayor.

El corazón no atiende a razones.
Supo que ella era especial para él cuando vio a su padre rodeando su cintura, siendo niño.
No lo supo con la certeza que ahora tenía.
Fueron los años los que le hicieron interpretar su azoramiento.
Descubrió el significado de un deseo extraño.
La admiraba, pero también la deseaba.
No osaba mirarla entonces ocultandose bajo el disfraz de sumisión debido a ella como preceptora.
Recordaba sus fantasías de adolescente.
Esos gestos de rígida actitud, con los que ella marcaba el paso a seguir.
Descubría que aquellos errores caligráficos no eran tales, que sus artimañas infantiles los producían para captar su atención y tenerla más suya.

Matilde pudo intuir que él venía a ella como hombre, pero negó las evidencias.
Pensarlo le hacía mirar al pasado bajo otro prisma.

Todo había sido fácil.
Nunca le había puesto problemas.
Él facilitó las cosas desde que ella entró a la casa a ocupar el puesto de su madre.

Recordaba que eludía nombrarla.

Cuando le escribía desde el internado, sus cartas eran impecables. Sin errores.
No compartía confidencias con ella.
Ni por carta, ni en la casa.
Era reservado.
Su masculinidad aparecía a sus ojos con esos atributos.
Aunque pensaba que como madre debía abrir el camino emocional, no encontró la clave.

Ignacio no hubiera podido.
¿Cómo aceptar que amaba a la mujer de su padre?
El hecho de negarse ese pensamiento acorazaba la fortaleza con la que evitaba dar nombre a unos sentimientos que le perturbaban.

_ Deberías casarte._ decía Jacinta al muchacho cuando empezaba a ser la pura estampa de su padre.
_ Traer hijos al mundo y alegrar con sus risas y llantos esta casa._ añadía la anciana.
_ Puedes contar conmigo. No lo dudes.
_ Me hice cargo de tu padre y de vosotros tres.
_ A ver cuando nos das un día bueno._ añadía entrecerrando los ojos, adormecida con las manos posadas sobre el mandilón que siempre lucía.
Jacinta era de ideas fijas. El mismo traje y delantal, toda la vida.

Una vez, Ignacio le había llevado una bata multicolor, suave y ligera, de manga corta, para que soportara los calores del sofocante verano que el cambio climático hacía sufrir.

_ A buenas horas, mangas verdes._ había dicho ella, mientras se hacía cargo del paquete que había deshecho con sumo cuidado.

No recordaba haberla visto con ella, pero siguió obsequiándole con prendas similares.

Lo que nadie sabía es que ella se ponía esas vestimentas ante el espejo y sonreía feliz como una niña.

En uno de los momentos en que ella le repetía la misma cantinela, pudo ver bajo sus ropas el brillo y colorido de una de las prendas recibidas.
Disimuló para no molestarla, pero sintió la satisfacción de que aunque fuera bajo sus ropas, las disfrutara.

Tras la relajación a la que le movía esa observación, pensó seriamente en lo que ella le decía.
No haría infeliz a una mujer por el mero hecho de tener descendencia.
Su padre había amado por él.
Había tenido dos mujeres.
Su yugo no había sido impuesto en ningún momento.
Con ellas había tenido la continuidad de la vida, pero con la libertad que le daba amarlas.

A él le quedaba amar en silencio, y no ofender a su padre.

Ya llegarían herederos.
Estaban Carlos y Susana.

¿Sabría vivir ese amor con la distancia requerida?

Se hablaba de amores platónicos.
Así debía ser el suyo.

Le carcomía pensar en aquel encuentro de Matilde y Julián en el molino viejo.
Aunque entonces era un niño, ese recuerdo estaba en él y cobraba un significado que no respondía a sus argumentos.
Quería borrarlo y cargarlo de significados banales.
No podía.

Ahora los molinos no eran para moler trigo.
Eran gigantes metalizados.
Su padre, en los últimos tiempos, había apostado por energías renovables.


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viernes, 8 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (7)

Julián murió en los brazos de Matilde.
Esa noche su corazón no soportó el brío de su alma y, sin remedio, quedó postrado con la espalda encarada al techo.
Ella lloró en su abrazo hasta la madrugada, queriendo arroparlo y darle calor conforme su cadáver se enfriaba.
Pensaba que con sus cuidados recuperaría al hombre, con el fuego de su amor.
Tuvo que aceptar lo irreversible del momento.
Una vez superó la emoción del desconsuelo que postergó, se puso en acción.
Era una especie de desdoblamiento.
Lo amortajaba mientras en su interior lo lloraba.
Ya no brotaban lágrimas.
Sus gritos de silencio la alertaban.
Limpio y perfumó su cuerpo con mimo y cuidado.
Lo amortajó.
Cuando Jacinta entró en su habitación, la encontró tendida sobre el frío suelo.
Ella la tomó en sus brazos y, como si se tratara de una niña, la llevó al lecho que todavía conservaba los olores de su amado.
La puso a su lado.
La muerte no es el cierre de la vida, es la abertura al camino de la luz.
Sabía que ese era el momento en que el alma de Julián necesitaba sentir que tenía a su lado a quienes quería.
Puso unas velas sobre la mesita y las encendió.
Cuando Matilde volvió en sí, rompió en llanto y temblores.
Jacinta la tomó en sus brazos y la acunó.
Nunca más volvió a llorar.
Las palabras de Jacinta la consolaron y dieron esperanzas.
No fueron promesas de un más allá.
Era el conocimiento ancestral que las mujeres atesoran y comparten.
_ Está en nosotras, querida niña.
_ No te lamentes por la pérdida.
_ Nunca estuvo tan dentro de ti como lo va a estar a partir de ahora.
_ Los muertos están en nosotros a la espera del reencuentro.
_ Para ellos el tiempo no es. Será un instante en el Universo.

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jueves, 7 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (6)

Susana creció bajo el reflejo de Matilde.
Fue lo que ella no era.
Cada vez más dulce y hermosa.
Matilde se desvivió por acercarla al mundo que había más allá de los montes que les rodeaban.

Una vez a la semana, iban las dos a la ciudad.
De tiendas. Para educarle el gusto.
A adquirir novedades, en revistas y libros.
Los clásicos y otros poetas.
Eran lecturas que a ella le encantaban.
Paraban en cafeterías de lujo.
Allí las damas alardeaban de su buen gusto.
Matilde le orientaba la mirada y hacía observaciones críticas para afinar su mirada y hacer.
Era la burguesía que por cuna le venía asignada.
No quería que paciera en ella de manera superficial.
La curiosidad de la niña aumentaba y se afinaba su percepción de la realidad.
La mayor parte de su curiosidad se orientaba a saber de aquel viaje que su segunda madre había vivido.
Quería saberlo en todos sus detalles.
Sabía tentar la memoria de Matilde y llevándola a esos recuerdos que compartía con sumo placer.
Allí se gestaba el reflejo de lo que Susana quería vivir.
Viajar y conocer mundo.
Saber que la tía Lourdes había sido capaz de vivir sin estar a la sombra de nadie, le motivaba y recreaba su fantasía.
La veía como heroína de esas novelas en que no se identificaba con damiselas sutiles, sino con los personajes más activos y provocativos.
Amasaba en su mundo interior todo ese deseo, sin saberlo.

Algunas veces, no más de una al mes, se acercaban al entorno por el que se movía Ignacio.
Allí coincidían con Ricardo, que tenía los ojos puestos en Susana.
Ella también, por lo que se podía ver.
Matilde veía con buenos ojos esa afinidad.
Era un buen muchacho.
Sabía de su origen, pero eso no le preocupaba.
Respetuosa y tolerante, buscaba el fondo de las personas.
Veía en Ricardo una buena influencia para Ignacio.
Lo que pudiera darse con Susana no le preocupaba.
Era un juego de pavoneo y coqueteo, propio de edades en que la vida empieza a inventarse.
Ella misma renacía al verlos nacer a la vida.
Recuperaba su juventud sintiéndola latir renovada en la sangre de sus venas.
Su cabellera morena a penas tenía canas.
Canas que disimulaba orientando su peinado, con coquetería, tapándolas.
Cuando su melena se derramaba sobre la almohada cobraba brillo, y esas canas se ordenaban formando un mechón plateado.
Eso a Julián le encantaba, y le rogaba que no se las tiñera, diciéndole que eran rayos de luz que la iluminaban.

Cuando quedó embarazada, su cabello se tornó gris.
Su rostro terso no tenía rastros de envejecimiento.
Esa cabellera tempranamente blanca la rejuvenecía y embellecía todavía más.
Cuando se miraba en el espejo sonreía cómplice de sí misma.

Hubo un parto natural, en el que la criatura salió sin dar mucho mal.
_ ¡Un niño! _ había exclamado con alborozo Jacinta, mientras tiraba de él con sumo cuidado.
Aunque la partera estaba allí, fue ella quien tuvo en sus manos las nalgas del recién nacido.
Supo sacarlo sin dañarlo.
Era experimentada con animales y otras mujeres que la llamaban.
Llevó al niño a su pecho, sin preocuparle que la sangre manchara los ropajes blancos que se había puesto para recibir al recién nacido.
Cortó el cordón umbilical y sacó su llanto.
Desde ese momento, ese niño se convirtió en la razón de su existir.
Los otros se habían hecho mayores, y la casa, aún bajo sus órdenes, estaba atendida por un puñado de asistentes y asistentas que sabían lo que se hacían.
En ese momento se sentía vieja y vacía.
Esa vida venía a darle nuevas ilusiones.
No dejó que nadie más se hiciera cargo del bebé.
Incluso el nombre lo eligió ella.
A todos les pareció un hermoso nombre. Carlos.
Matilde rió la coincidencia. Su padre se llamaba así.
No lo comentó para no desmerecer el protagonismo que, complacida, observaba tomaba Jacinta.

Un niño puede hacer milagros.
Así fue.
Matilde renació y Jacinta también.
Ella fue para ese niño la abuela consentidora.
Era su cómplice, ocultando sus travesuras y sacándole la cara.

Ricardo, el amigo de Ignacio, era nieto de Jacinta.
Tenía el nombre de su padre, el que fuera hermano de leche de Julián.
Había sido uno más para los Cifuentes.


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miércoles, 6 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (5)

Matilde estaba en ese tiempo en que la mujer deja de serlo, en el sentido que le puede dar la fecundidad de su ser, a decir de las gentes.
Eran tiempos en que en sitios como el que ellos habitaban se regían por formas y maneras arcanas.
Sus sofocos y cambios hacían pensar que se les escapaba la última oportunidad.
Su relación tenía el equilibrio de la pasión y el cariño.
Ella era para él alguien especial.
Admiraba su inteligencia y se sentía acogido en las curvas de su cuerpo. La respetaba y la deseaba.
Cuando, en la intimidad, ella le permitía entrar, el roce de su cuerpo, al descuido, jugaba en piruetas y se dejaba llevar.
La rondaba, aún cuando sabía que ella estaría dispuesta.
El fuego se mantenía en el distanciamiento y la proximidad.
Bastaba mirarse en sus ojos para saber que podría yacer a su lado.
Cada uno tenía sus propios aposentos, pero ese encuentro siempre tenía su momento.
Largas temporadas fuera de casa, le mantenían en el deseo del reencuentro.
Esa mujer cubría todas sus expectativas de felicidad.
El deseo de maternidad que ella albergaba no era prioridad, ya que con sus dos hijos lo tenía saturado.
Le hubiera gustado que el vientre de Matilde cobijara la semilla que él con la pasión encendida en ella depositaba.
No se iba a engañar.
Quería un nuevo ser que se fundiera en su amor para la posteridad.
Sabía que Sara veía con buenos ojos lo que ellos vivían.
Ese amor no sufría menoscabo con el que Matilde y él celebraban.
Dos tiempos para una vida no eran desdeñables.
Su mundo interior recorría los bucles de un pasado que segó la enfermedad.
Recordarla dejaba de ser doloroso.
Su pequeña, Susana, se estaba convirtiendo en la viva imagen de la mujer que él había elegido desde el fondo de su alma.
El trato que recibía de Matilde era algo que él valoraba mucho.
Nunca hubiera imaginado que Susi se hubiera sentido identificada con su segunda madre, su madrastra.
Recordaba como se había colgado de los brazos de Matilde el día que ésta llegó a la casa.
Eso desconcertó a Jacinta, acostumbrada a tener a la niña pegada a sus faldas.

Matilde respondía a su mirada abrazándole generosa, sin reparos. Sin parar cuenta en las apariencias que obligaban al disimulo ante los demás.
Antes de él no había conocido varón.
Fue él quien despertó aquello desconocido nacido de su interior.
Le movió la ternura.
Leyó en sus ojos lo que nunca en otra mirada encontró.

No es que fuera una mujer pasada en años.
Su trabajo docente había empezado siendo muy joven.
Desde niña había deseado hacerlo.
Jugaba simulando que impartía clases, emulando los modelos de institutrices sacadas de lecturas románticas.
Ella había fijado su atención en esos detalles.
Sentía que le haría feliz tomar parte en el crecimiento intelectual de sus pupilos.
Así había sido.
Parecía que nada le faltaba.
Lo que hacía le gratificaba.
El éxito de sus alumnos era el suyo.

Hija menor de una extensa familia. Eso había sido una ventaja.
No se había visto forzada a asumir compromisos no deseados.
Sus hermanas mayores cargaron con ellos.

Procedía de un pueblo costero, pero eso no impedía que amara las tierras áridas del interior.
Donde el azul del mar se juntaba con la línea del horizonte, ella encontraba la de los campos que se extendían a lo lejos besando el cielo.
Ese paisaje complacía su espíritu.
En su entorno familiar no había vivido sometida a normas rígidas de moral o religión.
Tuvo que aprender, en el contacto con los lugareños, a callar y aceptar.
Al principio, las fuerzas vivas del lugar la miraban con cierto desdén.
Hubieran preferido que ese destino fuera detentado por un hombre.
Tuvo que demostrar su valía.
No sólo eso.
Su peinado y vestimenta era otro tema.
Una mujer que llevara pantalones era algo así como anatema.
Las tierras del interior estaban cerradas al mundo moderno.
Con el tiempo dejó de ser la atracción de ellos y ganó su confianza.
Se valoró su trabajo por encima de esas apariencias.

No es que Matilde careciera de coquetería, o desdeñara los ropajes femeninos que se solían llevar.
Daba clases a muchachos imberbes.
Su atuendo era cómodo y práctico.
Hubiera tenido que optar por el traje chaqueta azul marino tipo sastre, con falda y blusa blanca.
No le gustaba estar encorsetada en él.
Ser la maestra del pueblo la situaba a cierta distancia de las otras mujeres.
Con el tiempo dejó de ser visible esa pose.

Antes de empezar a ejercer, había hecho un viaje con una tía soltera que vivía independiente en una ciudad extranjera.
Con ella había ampliado horizontes.

Para Julián ella era la cruz de una moneda en que la cara ya no estaba.
No tenía nada que la hiciera comparable con Sara.
Si una era rubia, la otra morena.
Sara había sido de formas suaves y piel clara, Matilde era morena y robusta, de curvas mal disimuladas en esos trajes de chaqueta y pantalón.
Lo distinto había atraído su atención y despertado en su interior el durmiente deseo, hasta el punto de romper su sueño.

A él le costó reconocer esos signos.
Llevaba la viudedad sin altibajos.
Había alimentado la ausencia de Sara con espiritualidad, rememorándola.

Cuando pudo decirse qué ocurría, quiso saber encarándolo y hablando con ella.
Empezó a aproximarse sistemáticamente, buscando la ocasión de estar a solas y plantearle lo que le sucedía.
En sus ojos oscuros encontró la respuesta.
Fue un arrebato. No hubo palabras.
Cayó uno en brazos del otro.
La amaba.
Recuperó los colores y la dimensión de lo que le rodeaba. El mundo creció a su alrededor porque su interior se iluminó.
Festejaron pocos días.
La quería y deseaba, pero no quiso exponerla al qué dirán.
Ella era distinta.
Eso había abierto algo dentro de él.
Es posible que el fuego aminore con la convivencia, pero ese no fue su caso.
Ni ella estaba a su alcance en toda su dimensión, ni él era del todo previsible.
El misterio entre ellos alimentó su amor.

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martes, 5 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (4)

Pasaron los años.
Ignacio y Ricardo ya no eran aquellos muchachos de pantalón corto.
Su amistad era de las que se mantienen.
Hermanos de leche se dice.
No en su caso.
Se apreciaban y respetaban.
Ricardo bebía los vientos por una muchachita que era cascabel y alegría en el hogar de los Cifuentes.
Susana era hermosa.
El vivo retrato de la que fue su madre, Sara.
Matilde, la que fuera maestra de Ignacio, había pasado a ser una persona entrañable y muy querida.
Rotas las prevenciones de los primeros días, Ignacio la había aceptado y ganado su confianza.
Ella escuchaba sus sueños y daba buenos consejos.
Sin embargo, Jacinta seguía teniendo sus recelos.
A ella no le parecía bien que una maestra dejara su puesto.
No entendía de sentimientos románticos.
Para ella cada cosa debía estar en su lugar.
Susana fue el ángel que ablandó a la criada.
Había pensado que con Doña Matilde en casa perdería su papel, pero ella no se interpuso ni entrometió en sus labores.
Le dejó hacer.
Entendía que si todo había ido a las mil maravillas antes de su presencia en la casa, con ella no sería distinto.
Valoró lo que Jacinta le consultaba y le dejó tomar iniciativas, hasta que todo volvió a su control y ella se dedicó a otros menesteres.
La casa no requería de su dedicación.
La niña sí.
Se volcó en ella y tomó a su cuidado su educación.
Ignacio estaba en la ciudad y Julián permanecía largas temporadas comerciando por los lugares y buscando nuevos horizontes.
Su vida ganó en sosiego.
De esa unión nació un varón.
Jacinta le tomó especial cariño.
Ese niño le robó el corazón.
Era su preferido.
Era un conquistador.
Le camelaba y enredaba .
Sólo él era capaz de hacerle cosquillas y abrazarla levantándola, cuando siendo mayor regresaba por la casa de vacaciones.
Carlos, que así se llamaba, era juerguista y jugador. Un seductor.
Él tocaba su corazón.
Ella tapaba sus deslices y errores, le entregaba el dinero que le pedía.
Sabía convencer con argumentos que ella ciega creía.
Cuando lo que Carlos pedía era una cantidad que ella no tenía, se las arreglaba para mediar por él y conseguía ablandar a Matilde o a Julián. Incluso a Ignacio, que ya tenía sus propios ingresos.
Matilde desconocía las faltas de su hijo.
No tardó en que llegaran a su conocimiento.
Un día vio como Jacinta le entregaba unos billetes de bastante cuantía sacados del bolsillo de la bata, bajo el delantal impoluto que solía llevar.
Disimuló para no ponerlos en evidencia y habló con Julián para que éste tuviera una conversación con su hijo.

Carlos hizo promesas y pidió perdón, pero el juego es tentación difícil de dejar.
Su vida tuvo el vaivén de lo que perder o ganar puede aportar.
Sus estudios no se concluyeron.
Emprendió distintos proyectos que siempre acabaron en eso, proyecto que fue dejando de lado.
Cuando iniciaba algo iba y venía crecido, pero al primer tropiezo se venía a bajo.
Fantaseaba y buscaba recursos.
Jacinta siempre estaba de su lado. Le apoyaba en todo.
Matilde sufría e intentaba hacerle entrar en razón.
Carlos era un soñador.

Cuando nació, Julián ya peinaba canas.
Él y Matilde habían desistido de la idea de tener un hijo.
Los primeros años de matrimonio desearon consumar su unión con la gracia de un hijo, pero parecía que no sería posible y no desesperaron por ello.
Sólo Matilde, que miraba con cierta envidia a las jóvenes madres, sentía la frustración de la maternidad ausente.
Se sentía seca por dentro.
Aunque recordaba con cariño y orgullo los hijos del alma, aquellos que en otro tiempo ocupaban los pupitres de su reino, el que engalanó con bellas letras y buenas razones, no por ello se sentía tan dolida como para amargarse.
Ignacio había pasado de ser uno de sus alumnos más apreciados a ocupar sus sueños de madre. Él le correspondía con creces.
Ese muchacho que se había plegado a sus aspiraciones de maestra exigente, seguía esforzándose para alcanzar los objetivos marcados por los deseos de sus padres.
Su carrera era brillante.
Cuando regresaba y ofrecía con orgullo los boletines de sus calificaciones, ella sentía la grandeza de tener en sus manos el fruto de sus aspiraciones.
Hubiera querido una proximidad emotiva, como la que Susana le permitía, pero Ignacio ya era un hombre y no era algo que se diera en esos tiempos. Las distancias que las normas marcaban eran freno que a ella le contenían.
Él había recibido con temor la noticia de la madre que su padre le ofrecía.
Eso le llevó a una autoexigencia mayor.
Dado que para seguir sus estudios había marchado a la ciudad, a penas compartía la cotidianidad de la vida familiar, pero mantenía con ella una correspondencia de discípulo, como los otros muchachos.
Matilde, después de casarse con Julián, seguía manteniendo los lazos que siempre había cultivado con aquellos que habían sido sus alumnos.
Los consejos que ella destilaba en cada una de sus cartas eran muy apreciados.
Ignacio conservaba cada una de ellas en una caja de madera que Jacinta le había entregado el día que se despidió de él, secándose las lágrimas con disimulo, pasando por los ojos el dobladillo del delantal de cuadros blancos, grises y negros.
Iba repeinada y limpia, pero con ese mandilón que nunca se quitaba.
Con el moño estirado y enroscado, permaneció inmóvil hasta que el polvo que levantó el vehículo en que marchó su Nacho dejó un solo rastro, el de su memoria.
En ese momento ella perdió el brillo de sus ojos y la línea de sus labios se quedó desdibujada, marcando la tristeza que esa ausencia le dejaba.
Jacinta siguió siendo quien marcaba pauta en lo que en la casa se hacía o deshacía.
Todos contaban con ella.
Esos días que siguieron a la boda del señor, habían sido de dudas e inquietud, pero la señora había asentido a todo lo que ella le consultó y dado a entender que lo que ella hiciera estaría bien.
Poco a poco recuperó los gestos y formas que en esa casa marcaban su presencia y participación.
Susana se dio a Matilde, sacando de ella lo que nunca imaginó.
Cuando la niña corría a sus brazos y le entregaba florecillas recogidas en el campo, ella sentía que el pecho se le abría.
Fue Matilde quien tomó a su cuidado la instrucción de la niña.
Compartieron fábulas y fantasías.
Escribieron cuentos y poesías.
Así durante los años que hicieron de ella una mujercita.

Un buen día, Matilde sintió que algo dentro de ella latía.
Como su feminidad era irregular tardó en reconocer los síntomas de maternidad incipiente.
Se temió que por su edad esa concepción fuera una fatalidad, pero no fue tal.
Nació Carlos lleno de vida y vitalidad, sin complicaciones.
Ella con ese parto ganó en brillo vital.
Era de esas mujeres que en la maternidad se crecen y rejuvenecen.

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lunes, 4 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (3)

_ ¡Ignacio Cifuentes!
_ ¡Presente!_ respondió el niño recogiendo el cuaderno con las tareas corregidas y calificadas.

Era el último día.
El curso había llegado a su fin.

_ Esperen un momento, muchachos._ dijo la maestra, reteniéndolos con el gesto de su mano.
_ Antes de decirnos adiós, quiero comunicarles que dejo mis tareas docentes para hacerme cargo de otras mayores.
_ Como sabrán, una maestra se debe a sus alumnos. Pero, si sus menesteres son otros debe dejar las tareas educativas que le fueron encomendadas.
_ Estoy orgullosa de su trabajo y esfuerzo, y alabo los resultados obtenidos por todos ustedes.
_ Algunos terminan sus estudios, otros seguirán, espero, con ahínco la senda marcada.
_ El próximo curso tendrán que esmerarse para mantener el buen nivel alcanzado, y mejorarlo.
_ Les deseo éxito en los nuevos estudios que algunos de ustedes seguirán en la ciudad.
_ Algunos serán Bachilleres, otros tomaran oficio.
_ Todos ustedes son el orgullo de mi persona.
_ Espero y deseo que sus vidas sean reflejo de lo que he podido ver en cada uno de ustedes.
_ Me siento orgullosa de haber tenido el honor de estar a su lado y haber impartido las enseñanzas que han guiado sus pasos.
_ Han colmado con creces mis esperanzas y aspiraciones.
_ ¡Gracias!
_ ¡Sean felices!


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