jueves, 14 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (13)

Al cabo del rato, alguien llamó a la puerta, requiriéndola.
_ ¡Matilde!
_ Os estamos esperando.
_ ¡Ya vamos!_ contestó apartándose de los brazos de Julián, mientras hacía gestos para que no hiciera ruido y guardara silencio.

Se vistieron y salieron del su habitación para unirse a los demás.
Sus rostros presentaban la placidez y serenidad de después del encuentro.

En el rostro de la anciana se dibujaba una sonrisa.

_ ¿Será bruja?_ pensó Matilde, al verla.

Ignacio estaba a su lado recibiendo la bendición desde la otra realidad.
La iluminación era tenue.
Unas pocas velas permanecían encendidas.
La cera consumida había dejado sus aromas.
Con su entrada, las llamas parecieron revivir.
Un aura de luz los envolvía.

Se quemó incienso y se empezó a llenar el espacio con asientos y muebles auxiliares, recogidos de otras dependencias de la casa.
Poco a poco llegaban conocidos y amigos.
Los familiares de Jacinta no estaban allí.
Su familia era la de los Cifuentes.

Ricardo, hijo, se acercó al cadáver de la anciana y en un abrazo irrumpió en llanto, formulando las palabras contenidas en su pensamiento.

_ ¡Abuela!
Su padre le miraba sin aproximarse.
Siempre le habían lacerado los celos al ver que Jacinta prescindía de él.
No se hablaba de ello, pero sabía que le había parido y entregado a los que él llamaba padres.
Ellos habían querido que supiera la verdad, pero ella se había mantenido distancia.
Para su hijo había sido de otra manera.
Se había ablandado con él.
Sin embargo nunca le concedió más familiaridad que la debida a un amigo de los de la casa a la que se entregaba con fidelidad.

Todos tenían puesta la mirada y atención en ellos. Les concedían su puesto. El que ella les negó.

¿Qué pudo ocurrir para que ella, tan maternal y amorosa con los hijos de Julián, fuera esquiva con él?
Había sabido que se hablaba de un abuso que ella quiso callar.
Pudo descubrir el origen de ese silencio.
Lo encontró en el espejo.
Sus rasgos eran familiares. Le delataban.
Era el hijo del cura.
Todo el mundo lo sabía menos él.
Su tío, había tenido a su cargo la Iglesia del pueblo.
No lo conoció siendo niño.
Estaba en otra diócesis.
Los familiares habían ocultado su rastro.
La casualidad siempre juega a favor de la verdad.
Un día encontró en un baúl del desván las fotografías que se habían quitado de los rincones de la casa.
Tuvo ante sus mismos ojos el reflejo de lo que se ocultaba.
Era su vivo retrato.
Preguntó y pidió explicaciones.
Consiguió sus señas y le buscó.
Se entrevistó con él, ya anciano.
Quería saber.
La rabia le llevaba al odio y la venganza, pero la templanza le advertía de que debía esperar respuestas.
No concluir en las apariencias.
Su padre le dijo que había sido un desliz.
Que Jacinta había sido una muchacha virtuosa y devota, pero a él le había cegado el deseo.
_ ¿Consintió ella?_ le había preguntado.
_ ¡No se negó!_ le respondió.

¿Qué podía hacer? El pasado estaba allí.
Sus padres adoptivos le habían dado todo lo que estuvo en su mano.
Su propio hijo era parte del mundo que Jacinta gestaba a su alrededor.
Que más podía pedir.

_ ¡Descanse en paz!_ pensó mientras la miraba y las lágrimas humedecían sus ojos.

Su vida no había estado mal.
Jacinta nunca le había rechazado.
Había sido capaz de facilitar que él tuviera un futuro.

Cuantas veces había pensado en sentarse a su lado y hablarle.
En ese momento la tenía allí, en cuerpo presente.

No tardaría mucho en unirse a ella en el más allá.
Él tenía sus achaques.
El corazón le iba mal.
Su naturaleza no era tan fuerte como la de la mujer que le había dado el ser.
Al pensar en ello, sus piernas perdieron estabilidad.
Nicole, atenta a todo, se acercó y le sostuvo, acomodándolo en una silla mullida con brazos, la que solía estar en el escritorio de Julián, su hermano de leche.

_ ¡Siéntese!_ le dijo con dulzura, llevándole del brazo izquierdo que quedaba libre, ya que sujetaba con el derecho fuertemente el bastón que en ese momento era su único asidero.

Su extrema palidez les preocupó.
Una vez estuvo sentado, sudoroso se palpó el brazo izquierdo y se llevó la mano al cuello. Sacó del bolsillo de la chaqueta un pastillero y se colocó una pastilla bajo la lengua.
Las emociones eran muy fuertes.
Se ahogaba.
Superó el momento, pero no pasó al año siguiente.

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