martes, 12 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (11)

La discreción de Jacinta era una de sus virtudes.
Veía el debate interno que tanto uno como otro sufría.
Entendía que debían someter los deseos de la carne a la razón.

A Matilde se le había pasado el momento.
Era una relación a destiempo, que sólo podía ser alimentada en el trato cordial y familiar, evitando entrar en ella.
Si Ignacio hubiera encontrado una mujer joven que le llenara la vida, habría olvidado esas tendencias torcidas.

Nicole se la había ganado.
¡Cómo no! Si era la que hacía feliz a Carlos y había conseguido que sentara la cabeza.

Susana quiso viajar.
Se lanzó al periodismo de reportaje, en tierras inhóspitas.
La fotografía y el artículo, en lugares de conflicto, llenaron su mundo.
Vivió el amor libre.
Con Ricardo tuvo una gran amistad. Se querían como hermanos.
Le atraía el riesgo.
Reportera internacional.
Dejó de lado puntillas y encajes.
Asimiló el mensaje cifrado de las actividades de la que pasó a ser su madre.
Ignacio y Ricardo, sus cómplices, habían mediado ante sus padres para que le dejaran entrar en ese mundo, sin reparos.

Dicen que Jacinta murió de vieja. Cien años eran muchos años.

En los estertores de la muerte atrajo hacía sí la mano de Matilde y le dijo que no renunciara, que hacía mal en negarse.
Matilde quedó petrificada.
Saber que su silencio no había servido de nada la dejó descolocada.
Cuando la anciana expiró, salió de la estancia con precipitación y se ocultó a las miradas en su habitación.
Lloró largamente.
Lo hizo por sí y por todas esas cosas que había callado y disimulado.
Quería morirse y olvidarse de sí misma.

Recordaba vívido el momento en que casi había perdido el control.
Había ocurrido pocos días después del deceso de su esposo.
Aquel día, su hijastro le había encontrado sentada ante el escritorio, anotando sus reflexiones en un cuaderno forrado de piel roja, con incrustaciones doradas.
Él llevaba un rato observándola, subyugado al encantamiento producido por la luz que caía sobre su espalda.
Iba de negro, enlutada, y con el pelo recortado en una melena mínima, dejando la línea del cuello al aire.

Había cortado su cabello después del óbito.
Lo había hecho ella misma, siguiendo un impulso de dolor que la liberó.
Ante el espejo, había mirado su cara y la melena sobre sus hombros.
Eso le había llevado a pensar en momentos en que Julián la amaba.
Su cuerpo tembló, pero decidida tomó unas tijeras y cortó por lo sano.
Quedó largo rato inmóvil ante el espejo, con las hebras negras y plateadas a sus pies.
Jacinta había entrado, preocupada por el silencio que sentía tras la puerta.
Cariñosa le había tomado de la mano en que todavía tenía las tijeras y sentándola arregló los trasquilones del corte.
Se veía joven y bella.
Dolorosamente hermosa.

Ignacio había entrado sin hacer ruido.
No había advertido su presencia.
Sintió el aleteo de su respiración sobre su cuello.
Él deseaba abrazarla y besarla.
Ella quería entregarse a sus brazos y mecerse en ellos.
Ni uno ni otro hicieron nada.
Todo quedó en el aire.


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