miércoles, 20 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (15)

Siendo la más joven del servicio, era la más eficiente.
Se ganó el aprecio de todos.
Olvidó su casa y su origen.
Sus parientes la saludaban cuando se encontraban con ella, y murmuraban a sus espaldas.
_ A ésta le dejaron preñada.
Nadie pudo hacer cábalas de quien fuera el que la ultrajara.
Había sido una muchacha pobre, pero honrada.

Se sabía que era de las que limpiaban la sacristía y hacía recados a la casera del cura, que en aquel tiempo vivía en la casa familiar. Los Sampe.
Antes de la felonía sufrida había sido alegre y laboriosa.
Aunque era de complexión débil, y su apariencia parecía no permitirle hacer tareas pesadas, ella hacía frente a lo que se le proponía.
Contaban con ella para mondonguear.
Se la llamaba para que ayudara a las otras mujeres en las cocinas, en tiempos de siega.
En invierno desgranaba panizo y amasaba allí donde la llamaran.
De sus trabajos, el único pago que recibía era una hogaza de pan, y a Díos gracias, que llevaba a su casa.

La vida de Jacinta con los Cifuentes era la envidia de todos.
_ Si que picha alto, esa._ decían algunas con desprecio, al cruzarse con ella.

Acarrear agua de la fuente era tarea que no se le encomendaba, pero acompañaba a las otras chicas de servicio, para que a la vuelta no derramaran agua o perdieran tiempo de cháchara.

Cuando Ricardo Sampe supo su origen era padre de familia.
Había vivido con el dolor de ver que Jacinta sólo tenía ojos para Julián, dándole el cariño que a él le debía.
Fue más tarde, siendo adulto, cuando empezaron sus indagaciones.
Al morir sus padres adoptivos, haciéndose cargo de la hacienda y todas las pertenencias como único heredero, pudo ver lo que se le había ocultado.
Encontró unas fotografías familiares que no recordaba haber visto jamás. En ellas había un hombre que identificaba como idéntico a sí mismo. Estaban en un álbum con anotaciones.
Por ello pudo seguir la pista que le llevó al encuentro con su progenitor.
Era un joven con sotana, el tío Ricardo.
Recordaba que nunca había tenido el gusto de encontrarse con él. Ahora evocaba las palabras evasivas recibidas.
Sabía que estaba en un asilo destinado para el clero, en otra ciudad, pero eso no le pararía.
Quiso hablar con él.

Se puso en contacto con ellos y solicitó una entrevista.
No hubo impedimentos.
Se entendía que, muertos sus padres, quisiera tener contacto con el único familiar que le quedaba con vida.
El anciano supo, al verle, que no había forma de eludir la verdad.
El secreto dejaba de serlo.
Se desvelaba sin poder ocultarlo más.
Eso le permitiría descansar en paz.
Cuando marchó del pueblo, no supo lo que dejaba atrás.
Ni que esa mujer fuera la que había engendrado a su hijo.
Cuando se le hizo saber que su hermana había adoptado el fruto de una mujer desafortunada, abandonaba a su suerte por algún truhán, no se le había sido informado de todos los detalles.
No hablar de ella al niño, había sido la exigencia aceptada por ellos, con complacencia.
Sería mejor para todos que así fuera.
Conforme se iba desvelando la apariencia familiar, tuvieron cuidado en evitar que él se encontrara con las evidencias.
Evitaron el encuentro entre padre e hijo.
Eso le llevó a levantar sospechas.
Era extraño que siempre que él aparecía por el entorno familiar no se pudiera encontrar con su sobrino.
Más aún que no le facilitaran alguna fotografía, o que no las hubiera por la casa familiar.
Había investigado y localizado por dónde se movía.
Lo hizo con disimulo y a distancia.
No quiso violentar al jovencito que en ese momento encontrara.
Pudo verle a través del enrejado de un confesionario.
Allí oculto pudo escudriñar los rasgos del que supo era parte suya.

Había caído en el pecado de la carne y había arrastrado con él a la devota Jacinta.
No pensó que las consecuencias de aquel loco encuentro hubieran sido tales.
Pensó que no volviendo a caer en la tentación repararía su mal.
Ahora ya pasados los años, llegado a ser un anciano, no veía pecado, sino cobardía.
Ricardo sigo visitándolo mientras vivió.
Necesitaba perdonarle para sentirse en paz.
No le fue fácil.
El anciano repetía aquello de que había sido un cobarde por no colgar los hábitos y escuchar su corazón.
La amó.
No fue flaqueza ni pecado. Había sido lo que la Naturaleza ofrece a los mortales para que alcancen sus mieles.
El hijo perdonó a su padre, pero no consiguió liberarse de la frustración que la sequedad de trato de Jacinta había hecho que él sintiera.
No entendía que le hubiera dejado al margen de su vida.

En estas cábalas estaba, frente al cuerpo presente de su madre, cuando Matilde se acercó a él y se sentó a su lado, colocando una silla tapizada en tela amarilla pajiza, color que a ella le encantaba.
Tomó su mano y, aproximándose, le susurró que sentía su dolor.
Él la miró y asintió.
_ Jacinta y yo hemos tenido muchas charlas hablando de ti.
_ Siempre que venía por casa, a vernos, a verla, ella salía de la escena.
_ No sé si lo recuerdas. Buscaba cualquier excusa para alejarse, eludiendo el deseo de hablarte y confesarte su amor de madre.
_ Quería saber de ti.
_ Cuando marchabas, me preguntaba por las impresiones que tenía de ti.
_ Me decía que, como hijo, lo eras de su alma. Que te hubiera estrechado y retenido a su lado.
_ Cuando murieron tus padres adoptivos, le animé a que tuviera una cita contigo y rompiera ese silencio que la carcomía._ añadió Matilde, mientras sostenía su mano con cariño.
_ Eras una parte de ella que no podía mirar.
_ Lo que no pudo darte lo proyecto a los demás.
_ A tu hijo, aunque con disimulo, le dio entrada.
_ Cuando venía a visitarla sabía que era su abuela, y se acercaba a ella, haciéndola feliz, de niño sus niñerías, y de joven sus inquietudes y sueños.
_ Ella le preguntaba por vosotros. Siempre por tu mujer y por ti.
_ Quería saber si ella te quería bien. Si eras feliz.
_ Cuando tu hijo estaba con ella nos alejábamos, dejándolos solos, para que pudieran encontrarse y compartir.
_ Tienes que entender que aquellos tiempos fueron muy duros._ siguió.
_ Ella soportó el silencio, porque sabía que te querían y te darían un porvenir.
_ La pobreza en que vivía su familia era extrema.
_ Tú no has conocido el hambre. Ella sí.
_ Tu padre nunca supo por ella que eras su hijo.
A esto, Ricardo le contestó que él sí.
Le explicó que había investigado y mantenido contacto con su padre biológico.
_ Soy el hijo del cura._ dijo.
_ Fui ciego.
_ Cuando íbamos al pueblo mucha gente callaba cuando me acercaba.
Siguió lamentándose y secando sus enrojecidos ojos.
Su hijo se acercó, y Matilde le cedió su asiento.

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