martes, 5 de octubre de 2010

CABE ESPERAR (4)

Pasaron los años.
Ignacio y Ricardo ya no eran aquellos muchachos de pantalón corto.
Su amistad era de las que se mantienen.
Hermanos de leche se dice.
No en su caso.
Se apreciaban y respetaban.
Ricardo bebía los vientos por una muchachita que era cascabel y alegría en el hogar de los Cifuentes.
Susana era hermosa.
El vivo retrato de la que fue su madre, Sara.
Matilde, la que fuera maestra de Ignacio, había pasado a ser una persona entrañable y muy querida.
Rotas las prevenciones de los primeros días, Ignacio la había aceptado y ganado su confianza.
Ella escuchaba sus sueños y daba buenos consejos.
Sin embargo, Jacinta seguía teniendo sus recelos.
A ella no le parecía bien que una maestra dejara su puesto.
No entendía de sentimientos románticos.
Para ella cada cosa debía estar en su lugar.
Susana fue el ángel que ablandó a la criada.
Había pensado que con Doña Matilde en casa perdería su papel, pero ella no se interpuso ni entrometió en sus labores.
Le dejó hacer.
Entendía que si todo había ido a las mil maravillas antes de su presencia en la casa, con ella no sería distinto.
Valoró lo que Jacinta le consultaba y le dejó tomar iniciativas, hasta que todo volvió a su control y ella se dedicó a otros menesteres.
La casa no requería de su dedicación.
La niña sí.
Se volcó en ella y tomó a su cuidado su educación.
Ignacio estaba en la ciudad y Julián permanecía largas temporadas comerciando por los lugares y buscando nuevos horizontes.
Su vida ganó en sosiego.
De esa unión nació un varón.
Jacinta le tomó especial cariño.
Ese niño le robó el corazón.
Era su preferido.
Era un conquistador.
Le camelaba y enredaba .
Sólo él era capaz de hacerle cosquillas y abrazarla levantándola, cuando siendo mayor regresaba por la casa de vacaciones.
Carlos, que así se llamaba, era juerguista y jugador. Un seductor.
Él tocaba su corazón.
Ella tapaba sus deslices y errores, le entregaba el dinero que le pedía.
Sabía convencer con argumentos que ella ciega creía.
Cuando lo que Carlos pedía era una cantidad que ella no tenía, se las arreglaba para mediar por él y conseguía ablandar a Matilde o a Julián. Incluso a Ignacio, que ya tenía sus propios ingresos.
Matilde desconocía las faltas de su hijo.
No tardó en que llegaran a su conocimiento.
Un día vio como Jacinta le entregaba unos billetes de bastante cuantía sacados del bolsillo de la bata, bajo el delantal impoluto que solía llevar.
Disimuló para no ponerlos en evidencia y habló con Julián para que éste tuviera una conversación con su hijo.

Carlos hizo promesas y pidió perdón, pero el juego es tentación difícil de dejar.
Su vida tuvo el vaivén de lo que perder o ganar puede aportar.
Sus estudios no se concluyeron.
Emprendió distintos proyectos que siempre acabaron en eso, proyecto que fue dejando de lado.
Cuando iniciaba algo iba y venía crecido, pero al primer tropiezo se venía a bajo.
Fantaseaba y buscaba recursos.
Jacinta siempre estaba de su lado. Le apoyaba en todo.
Matilde sufría e intentaba hacerle entrar en razón.
Carlos era un soñador.

Cuando nació, Julián ya peinaba canas.
Él y Matilde habían desistido de la idea de tener un hijo.
Los primeros años de matrimonio desearon consumar su unión con la gracia de un hijo, pero parecía que no sería posible y no desesperaron por ello.
Sólo Matilde, que miraba con cierta envidia a las jóvenes madres, sentía la frustración de la maternidad ausente.
Se sentía seca por dentro.
Aunque recordaba con cariño y orgullo los hijos del alma, aquellos que en otro tiempo ocupaban los pupitres de su reino, el que engalanó con bellas letras y buenas razones, no por ello se sentía tan dolida como para amargarse.
Ignacio había pasado de ser uno de sus alumnos más apreciados a ocupar sus sueños de madre. Él le correspondía con creces.
Ese muchacho que se había plegado a sus aspiraciones de maestra exigente, seguía esforzándose para alcanzar los objetivos marcados por los deseos de sus padres.
Su carrera era brillante.
Cuando regresaba y ofrecía con orgullo los boletines de sus calificaciones, ella sentía la grandeza de tener en sus manos el fruto de sus aspiraciones.
Hubiera querido una proximidad emotiva, como la que Susana le permitía, pero Ignacio ya era un hombre y no era algo que se diera en esos tiempos. Las distancias que las normas marcaban eran freno que a ella le contenían.
Él había recibido con temor la noticia de la madre que su padre le ofrecía.
Eso le llevó a una autoexigencia mayor.
Dado que para seguir sus estudios había marchado a la ciudad, a penas compartía la cotidianidad de la vida familiar, pero mantenía con ella una correspondencia de discípulo, como los otros muchachos.
Matilde, después de casarse con Julián, seguía manteniendo los lazos que siempre había cultivado con aquellos que habían sido sus alumnos.
Los consejos que ella destilaba en cada una de sus cartas eran muy apreciados.
Ignacio conservaba cada una de ellas en una caja de madera que Jacinta le había entregado el día que se despidió de él, secándose las lágrimas con disimulo, pasando por los ojos el dobladillo del delantal de cuadros blancos, grises y negros.
Iba repeinada y limpia, pero con ese mandilón que nunca se quitaba.
Con el moño estirado y enroscado, permaneció inmóvil hasta que el polvo que levantó el vehículo en que marchó su Nacho dejó un solo rastro, el de su memoria.
En ese momento ella perdió el brillo de sus ojos y la línea de sus labios se quedó desdibujada, marcando la tristeza que esa ausencia le dejaba.
Jacinta siguió siendo quien marcaba pauta en lo que en la casa se hacía o deshacía.
Todos contaban con ella.
Esos días que siguieron a la boda del señor, habían sido de dudas e inquietud, pero la señora había asentido a todo lo que ella le consultó y dado a entender que lo que ella hiciera estaría bien.
Poco a poco recuperó los gestos y formas que en esa casa marcaban su presencia y participación.
Susana se dio a Matilde, sacando de ella lo que nunca imaginó.
Cuando la niña corría a sus brazos y le entregaba florecillas recogidas en el campo, ella sentía que el pecho se le abría.
Fue Matilde quien tomó a su cuidado la instrucción de la niña.
Compartieron fábulas y fantasías.
Escribieron cuentos y poesías.
Así durante los años que hicieron de ella una mujercita.

Un buen día, Matilde sintió que algo dentro de ella latía.
Como su feminidad era irregular tardó en reconocer los síntomas de maternidad incipiente.
Se temió que por su edad esa concepción fuera una fatalidad, pero no fue tal.
Nació Carlos lleno de vida y vitalidad, sin complicaciones.
Ella con ese parto ganó en brillo vital.
Era de esas mujeres que en la maternidad se crecen y rejuvenecen.

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